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Reportaje:Volvo Masters | GOLF

La tenacidad del predicador

Bernhard Langer todavía exhibe, a sus 45 años, la calidad de la prodigiosa generación de 1957

Cosecha de 1957, la prodigiosa. En abril nació Severiano Ballesteros (cinco títulos del Grand Slam: el Open Británico en 1979, 84 y 88 y el Masters de Augusta en 1980 y 83); en julio, el inglés Nick Faldo (seis: el Británico en 1987, 90 y 92 y el Masters en 1989, 90 y 96), y en agosto, el alemán Bernhard Langer (dos: el Masters en 1985 y 93). Ellos, con la brillante secuela de 1958 -en febrero, el escocés Sandy Lyle (dos: el Británico en 1985 y el Masters en 1988), y en marzo, el galés Ian Woosnam (uno: el Masters en 1991)- y la aportación posterior de José María Olazábal -1966 (dos: el Masters en 1994 y 99)-, elevaron al golf europeo a su cota más alta, a sus victorias sobre el estadounidense en la Copa Ryder de 1985, 87, 95 y 97 y a la igualada triunfal de 1989. En septiembre pasado, en la primera del siglo XXI, uno sobrevivía. A sus 45 años, Langer afrontó esa cita por décima vez y, junto al escocés Colin Montgomerie, su rival de ayer, fue el alma de un equipo de nuevo exitoso. Desde la de 1981, cuando Sergio García aún gateaba, no se ha perdido más que la de 1999. Una firmeza en la que ha tenido mucho que ver el hecho de que el germano, asaltado en diversas épocas por los yips, los temblores de las manos al patear, sea un hombre de gran personalidad y profundas convicciones religiosas.

La determinación es innata en Langer. Natural de Anhausen, cerca de Múnich, e hijo de un albañil y una ama de casa, las privaciones propias de una familia humilde forjaron su carácter. Su escuela era tan precaria que los pequeños de cuatro grados compartían un aula. Sin embargo, cuando sus padres, sacrificándose, quisieron darle la misma oportunidad que a su hermano y su hermana, mayores, y le matricularon en un colegio mejor, pero fuera de su ciudad y que le absorbía todo el día, no vaciló en fallar 'a propósito' en matemáticas e inglés para perder el curso y regresar a aquélla. Era la manera de volver a tener tiempo para el golf, su pasión. A los ocho años, por cinco marcos, se había convertido en caddie. Un miembro del club le regaló una madera 2, un hierro 3, un hierro 7 y un putter en mal estado -'quizá mis problemas con los putts se derivasen de él'-. Pero a los 12 ya había ahorrado para su primer juego completo: 'Estaba orgulloso de mis palos. Los cuidaba como si fuesen de oro'.

A los 15, cuando finalizó sus estudios elementales y un tutor le preguntó qué quería ser, Langer tampoco dudó: 'Jugador profesional de golf'. En Alemania había buenos futbolistas, esquiadores, nadadores..., pero ¿golfistas? Él sería el primero. Ese mismo año, 1972, ya trabajaba como asistente en su club muniqués. Y su grip, el modo de empuñar el pelo, fue siendo cada vez más fuerte: 'Tenía que conseguir que mi pelota llegase tan lejos como las de los adultos'. A los 17 se proclamó campeón nacional absoluto. Su destino ya estaba marcado. Un empresario se ofreció después a ayudarle económicamente. Era el empujón que necesitaba quien, a menudo, se presentaba en alguna partida contra socios del club con las rodillas temblándole porque la apuesta ascendía a tres meses de su salario.

'Me di dos años para intentar abrirme paso en el circuito', recuerda Langer. No podía permitirse ningún dispendio económico. Así que en 1976 se compró un pequeño Ford y, echándole horas a la carretera y durmiendo en hospedajes 'horribles', disputó en España y Portugal sus primeros torneos. Tenía que obtener buenos cheques para continuar su aventura. Quería triunfar pronto. Ese agobio mental se tradujo en el primer ataque de los yips. Una vez precisó hasta cuatro putts para embocar la bola desde un metro. Sus rivales ya no le concedían ningún hoyo de antemano por muy cerca que estuviese. Sabían que podía fallar. Tiempos duros, lastrados además por una lesión en la espalda. Pero resistió y en 1979 ganó el Campeonato del Mundo sub 25. El horizonte se le despejó. En 1980 estrenó su palmarés en el tour y en 1981 lo encabezó. Ya era una figura. Sus padres, sus hermanos, podían estar orgullosos de él. ¿Y su país, en el que el golf era casi un perfecto desconocido? Lo estuvo a partir de 1985, cuando en el Masters se anotó su primer título grande.

Pero Langer ya había comenzado a plantearse cuestiones existenciales. Lo tenía todo para ser feliz... desde el punto de vista material. Pero esa sensación de seguridad le parecía falsa. Se veía atrapado por el golf. Era su mundo. Atrás se quedaba Vicki, su esposa, con la que tiene cuatro hijos; atrás se quedaba él mismo: 'Si una semana jugaba mal, mi vida se hacía miserable'. Fue entonces cuando un amigo le invitó a una sesión de lectura y comentario de la Biblia. Quedó impresionado. Se transformó. Católico practicante, incluso monaguillo de chico, fue como un redescubrimiento que le dio un nuevo sentido. Desde entonces, el orden de sus prioridades cambió: 'Ya no eran golf, golf y golf, sino Dios, familia y golf'.

Esa fe, que no cesa de predicar, fue, pregona siempre, la que le ayudó a escapar de nuevo del pozo de los yips, en el que recayó en 1988. Poco a poco, recobró la confianza y las victorias se sucedieron. En 1993 se impuso de nuevo en el Masters. Y ahí sigue, incombustible, barriendo a sus adversarios con el putter-escoba, más largo que el normal, en el que se apoya ahora.

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