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Columna
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Palabras y cosas

Encaramos estos días dos fiestas conmemorativas plagadas de discursos oficiales y de masivas huidas del personal a la playa o a la montaña. Primero, el Nou d'Octubre; luego, la Hispanidad. Es improbable que los actos conmemorativos sean multitudinarios, ni en Valencia ni en Madrid. Incluso es de esperar que los políticos terminen celebrándolos más o menos a puerta o a calle cerrada, un poco vergonzantemente. El único sitio en que se conmemorará con ganas la segunda de estas efemérides es Zaragoza, pero porque se trata del Pilar. Como si aquí estuviésemos hablando de la Virgen de los Desamparados o en Huelva de la del Rocío, vamos. O sea que los pueblos celebran a la patrona, que es una entelequia real, pero pasan de las realidades fictivas. Curioso.

¿Y por qué no está la gente interesada en el Nou d'Octubre ni en la Hispanidad. A mi modo de ver porque se trata de palabras que remiten a presuntas esencias. Hace algunos años, Michel Foucault, un filósofo francés, ya advirtió que las cosas no son entidades inamovibles manifestadas por una palabra, sino aspectos cambiantes evidenciados por los discursos, de manera que la única justificación del lenguaje se halla en lo que se agita detrás de él. Pero nuestros políticos no acaban de comprenderlo (o no quieren, que es peor). Al contrario, ritualizamos el nombre y terminamos convirtiéndolo en objeto de culto: Europa, España, Comunidad Valenciana, los grandes símbolos. Prohibido blasfemar, ponía antes en carteles colgados en los sitios públicos. Ahora la blasfemia ya no se aplica a lo sagrado, se aplica a lo político: se nos insta a pronunciar los grandes nombres -Europa, España, Comunidad Valenciana (Euskadi, Cataluña...) con una mezcla de unción y de hastío. Tal vez por eso el ciudadano común se desentiende de los símbolos.

Claro que los promotores de los símbolos no se desaniman por ello: ¿no queréis grandes palabras?; pues tomad enormes banderas. ¿Qué modernidad es esta que planta una bandera inmensa de España en la madrileña plaza de Colón? ¿O la otra, la de los que contrarrestan la provocación (?) anterior plantando una senyera todavía mayor en Montserrat? Es como el asunto Perejil, pero en peninsular: primero se iza un pendón marroquí, el de la media luna, en el islote de las cabras; luego es arriado y se logra que ondee la enseña de la cruz. Hemos vuelto a los tiempos del guerrero del antifaz. La regresión parece ser universal. En EE UU los Mac Donald's lucen gigantescas banderas de las barras y las estrellas, y las gasolineras y las casas particulares: pasaba ya antes del 11-S, pero ahora es una locura. En Brasil, Lula, el candidato de la izquierda, se fotografía besando una y mil veces la bandera del globo terráqueo. En los partidos de fútbol, a lo largo y a lo ancho del mundo entero, hinchas disciplinados componen con sus camisetas la bandera nacional mientras cantan himnos guerreros y hacen la ola. A este paso las últimas generaciones de jóvenes españoles que se libraron de la mili se van a presentar voluntarios como soldados profesionales para probar la experiencia única de la jura de bandera. ¿Qué por qué esta manía de hurtarnos siempre la realidad y envolverla en una cáscara de celofán? Porque la realidad es confusa, borrosa y variopinta, mientras que el envoltorio nos deslumbra con su superficie satinada y uniforme.

Fíjense en el polvorín del País Vasco. Sólo ahora empiezan a descubrir con temor -y por eso se apresuran a disimularlo unos y otros- que la situación es prebalcánica. Pues claro. ¿Acaso alguien se podía creer que, caso de triunfar una de las dos posiciones extremas (mejor dicho, ambas, pues el triunfo de una es el de la otra), la mitad de la población, que es exactamente la que apoya la posición contraria, se iba a quedar conforme? ¿No resultaba evidente que en el País Vasco las líneas de fractura separan comarcas, municipios y hasta barrios, y que el resultado de una situación como la que se insinúa se parece sospechosamente a los Balcanes o a Palestina? ¿No hubiera sido mejor partir de este hecho objetivo y pactar una solución de compromiso (viable, aunque insatisfactoria) en vez de dejar que las grandes palabras y las consiguientes mentiras arrastren a todos al abismo?

En otro orden de cosas y aunque, evidentemente, no hay comparación posible, también se están hurtando las realidades sociológicas en la Comunidad Valenciana. Ahora se habla de reformar el Estatuto de Autonomía, pero no se dice nada de la reforma del Senado ni de la de la Constitución. Pues bien, eso me recuerda a las reformas de quiero y no puedo que acometemos en nuestras viviendas y que consisten en encristalar absurdamente un balcón, privando a la casa de ventilación y de estética a cambio de unos pocos metros. Una buena reforma supone cambios de envergadura, como instalar calefacción, tirar tabiques, poner otro baño y cosas así. Cosas que requieren la conformidad de la comunidad de vecinos porque siempre afectan a elementos comunes. Pues con el tema Nou d'Octubre y Fiesta de la Hispanidad o, si prefieren, Comunidad Valenciana y España, ocurre lo mismo. No son dos días festivos independientes.

Lo queramos o no forman un puente y hora es de obrar en consecuencia. Por desgracia, nuestras instancias públicas aún no se han enterado: parece que las agencias de viajes les dan sopas con honda.

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Ángel López García-Molins es catedrático de Teoría de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.

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