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LA CRÓNICA
Columna
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'Guest house' en Sant Feliu

Josep Vicente es uno de mis héroes. Consta en los anales que ha sido el alcalde modernizador de Sant Feliu de Guíxols, pero yo le admiro desde los años del franquismo. Fue, en el conformista Empordà de aquel tiempo, un resistente ejemplar, un socialista amable e ilustrado que compaginaba su labor cívica con las clases gratuitas de catalán (y de inglés) y con su trabajo en una empresa corchotaponera. Su vida ahora es tranquila, aunque se apasiona y se indigna como entonces. Publica en Àncora, la revista local, y en el diario El Punt, artículos de estilo tenue y meditativo. De vez en cuando le felicito por estos escritos y le reclamo las memorias que no escribe. Todas las vidas son -dice el tópico- una novela, pero la suya daría para unas obras muy completas. Uno de los capítulos que más me interesarían es el de los años cincuenta. Así imagino esta ciudad marinera y fabril bajo el agrio sopor franquista: no conoce todavía el desbarajuste urbano y turístico, ha perdido la brillantez de los buenos tiempos del corcho y del cabotaje, pero mantiene un perfume muy singular, entre la pulcritud menestral y la distinción burguesa. Entre las primeras remesas turísticas, destacan algunos tipos excéntricos que arraigan durante años. Vicente traba amistad con ellos. R. B. Kitaj, por ejemplo, convertido décadas más tarde en uno de los artistas británicos más reconocidos. O el escritor Langdon-Davies, ya fallecido.

La familia de ese notable personaje que fue John Langdon-Davies sigue viviendo en la Casa Rovira, un paraíso cosmopolita

Explicaba no hace mucho Vicente en un artículo la historia de la Casa Rovira, que desde aquellos años ocupa la familia de John Langdon-Davies. Puede que no conozcan a este notable personaje. El profesor Miquel Berga (UPF) ha reivindicado su figura. Se enamoró de Cataluña en los años veinte y se relacionó con los poetas Marià Manent y Tomàs Garcés. Residió antes de la guerra un par de años en Sant Feliu y publicó artículos y libros en inglés sobre la cultura catalana (Dancing catalans) y fue corresponsal durante la guerra (Behind the Spanish barricades). En 1952 regresó a Sant Feliu con su esposa, Patricia Kipping. Ambos se enamoraron de la Casa Rovira, rodeada de huertas, en las afueras de la ciudad. De origen rural, esta casa, llamada antiguamente Can Pei, fue adaptada a principios del XX al estilo novecentista, con líneas muy simples y gráciles arcadas, por el empresario Rovira, quien, al otro lado del jardín, hizo levantar el sencillo edificio de su fábrica de tapones. La esposa de Rovira era alemana y organizaba soirées musicales. Siguiendo la tradición centroeuropea, una pequeña orquesta de músicos aficionados interpretaba en el salón piezas de Schumann, Schubert o Grieg. Uno de los grandes compositores de la sardana de aquellos tiempos, Juli Garreta, formaba parte del grupo. Vicente apunta que muchas de sus afamadas composiciones sardanísticas parecen recoger la influencia de las partituras románticas que frau Rovira invitaba a interpretar.

Instalados en la Casa Rovira, los Langdon-Davies la convirtieron en un singular guest house, en una residencia cosmopolita y doméstica a la vez. Cercado por un muro de viejas piedras rústicas, el jardín humano que en la Casa Rovira creció era, y sigue siendo, una rara delicia. Aquí crecieron los hijos del matrimonio, por aquí pasaron, siguen pasando, singulares veraneantes ingleses (profesores y artistas, principalmente), aquí escribió libros, artículos y conferencias Langdon-Davies, perfectamente ensamblado, junto con Patricia, al pequeño grupo de trabajadoras, mayormente andaluzas, que les ayudaban en la gestión del hotelito. Los Langdon-Davies pasaban pequeñas temporadas en Gran Bretaña y los hijos crecieron en perfecta fusión de culturas, lenguas y tradiciones. Murió John en 1971, los chicos volaron por su cuenta y Patricia siguió con su guest house, hasta que llegó John Palmer, un abogado reconvertido en pintor que de huésped se convirtió en compañero. Patricia y John habitan ahora en el antiguo edificio de la fábrica, entre pinturas, libros y recuerdos, pero la Casa Rovira sigue atendiendo huéspedes en este insólito rincón. Mercedes, una mujer profundamente ibérica, de ojos como puñales negros que John Palmer retrata una y otra vez, regenta ahora la guest house.

Visito la casa en compañía de Josep Vicente. Junto a los juguetes de plástico de los niños que van pasando, se mantienen las cosas como siempre fueron. La fachada encalada, los muebles de época, el geométrico y gastado mosaico novecentista. Todo sigue como fue: vivo, gastado, sin los retoques y maquillajes que nuestra obsesión por el diseño ha impuesto en todas partes. Todo sigue como fue: con esta curiosa y negligente concepción inglesa de la elegancia, en la que la fidelidad se impone a la novedad. Paso unas horas inefables conversando sobre la búsqueda del sur y la mezcla entre lo británico y lo hispánico con Patricia y Josep. En la estampa de ambos, lo frágil y lo sutil se confunde. Vicente tiene un rostro surcado de arrugas y unos ojos menudos y centelleantes como sus palabras: lúcidas y fervientes. Patricia es alta y muy delgada. Sus ojos parecen tristes, pero destilan una luz vivísima que a veces parece ámbar y otras verde, una luz sutil como sus argumentos. Habla de sus memorias, que ya ha escrito, de cómo se enamoró de este país y de cómo se mezcló con los autóctonos sin mirarlos de arriba abajo como hicieron, dice, algunos célebres escritores ingleses instalados en un rincón mediterráneo. Palmer está pintando. Contemplamos sus cuadros. Plasma una y otra vez el secreto de los ojos de Patricia. Al despedirnos, nos muestra su jardín. Un jardín británico, salvaje, que las lluvias de este verano han convertido en un rincón del paraíso. Al salir, reencuentro el mundo real. El asfalto y la construcción destruirán pronto las huertas que rodean la Casa Rovira, el último paraje rural de Sant Feliu. No podía ser de otro modo: todos los paraísos están siendo condenados.

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