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TRES MIL QUINIENTOS CARACTERES
Columna
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Confesiones de un 'gigoló'

Supongo que cuando les preguntan a qué se dedican -y esa, por lo visto, es la número uno en el top ten de las preguntas-, ustedes declaran su profesión y se quedan más frescos que un político después de endosarle una falsa promesa a la ciudadanía. Yo, sin embargo, aunque no aspiro a un sillón en las Cortes, me veo obligado a mentir muy a menudo, porque mi trabajo despierta tanta envidia como rechazo entre los demás mortales, según tengo comprobado. Soy gigoló. Sí, ya sé en lo que están pensando muchos de ustedes. Pero les aseguro que han visto demasiado cine. Mi único parecido con Richard Gere reside en que los dos peinamos canas. En cuanto a mis clientas, estoy convencido de que llamarían mucho menos la atención en un autobús fletado por el Inserso rumbo a Benidorm que repartiendo besos apasionados en cualquier plató de Hollywood, a no ser que se estuviera rodando El regreso de la momia.

No, queridos amigos, las mujeres jóvenes y guapas no se gastan un euro en gigolós, por el mismo motivo, básicamente, que el dueño de Burguer King no se gasta un dólar en hamburguesas. Las señoras estupendas dan un paso y tropiezan con veinticinco ejemplares del otro sexo, el sexo débil, dispuestos a dejarse pisotear por sus tacones de aguja; así que, si tienen que gastar algo en un hombre, resulta mucho más práctico invertir en un guardaespaldas. A nosotros, los gigolós, nos sucede un poco como a los detectives privados: confiesa uno que se dedica a esa cinematográfica profesión y ya está el personal imaginando pistolas con silenciador, coches deportivos, mamporros de kárate y rubias cachondas, cuando la realidad son horas muertas esperando en un coche, por ver si la señora de Pérez se la pega a Pérez con Gutiérrez. Créanme, olviden esas historias de vampiresas forradas de pasta que deciden compartir su patrimonio con un hermoso semental por puro morbo, porque ellas son así de putas y de espléndidas. Se deben tan solo al idealismo masculino, lo mismo que las películas porno; porque, ¿dónde se ha visto que una morena despampanante pase por delante de un taller de coches y decida entregarse a una jauría engrasada y rugiente de mecánicos casi sin mediar palabra? No, la vida funciona, lamentablemente, de otra manera. Y como veo que sienten curiosidad, les confesaré que para ejercer de gigoló no es necesario ser especialmente atractivo, porque las señoras de sesenta en adelante lo que exigen es a un psicólogo, un enfermero, un conferenciante y un humorista, todo en uno, y de paso que su polifacético empleado exhiba las maneras de un caballero inglés, y que se muestre dispuesto a tragarse una ópera entera de Wagner o un ballet ruso con la sonrisa en los labios. Y al final de la noche, la mayoría de las veces es necesario bajar a la mina a masticar un poco de matorral seco o hacer equilibrios mentales para mantener erguido el aparato frente a la voracidad asombrosa de la jefa de turno, porque nadie regala un salario, y mucho menos las abuelitas, que resultan ser muy ahorrativas.

En fin, que no tienen, caballeros, motivos para la envidia. Para una vez que solicitó mis servicios una madurita cañón, lo único que pretendía era dejarse ver conmigo delante de su ex marido. Mientras ella desgranaba el rosario completo de sus frustraciones sentimentales, me pasé la noche entera intentando tirármela, y fracasando. Ya ven, más o menos como les sucede a ustedes cuando aterrizan en una de esas discotecas que frecuentan las cuarentonas despechadas, con sus escotes asesinos.

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