_
_
_
_
_
CRÓNICAS
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Koyaanisqatsi

Juan Cruz

Rara, fascinante película. Así acababa ayer M. Torreiro su crítica de El verano de Anna, una extraña coproducción hispano-alemana-griega que firma Jeanine Meerapfel y protagoniza Ángela Molina. El productor español es un tipo extraordinario, José Luis Borau, que une a su bondad de roca una ingenuidad con la que ha sobrevivido en un mundo que está en contra de los ingenuos y de los poetas. El mejor apoyo español que ha conseguido hasta ahora para esta nueva incursión suya en la ilusión del cine, que alimenta al menos desde 1955, cuando era un joven periodista fascinado, y extrañado, en Cannes. De resto, como un navegante solitario, ha ido con su película por todas partes y ha encontrado la indiferencia de coproductores, distribuidores y responsables de ventanas que pudieron aligerarle el déficit que siempre comporta todo riesgo. Rara, fascinante película. Son palabras para entrar en el cine.

Si uno dice Koyaanisqatsi ya lo tiene peor. Koyaniqaatsi es una palabra que los indios hopi utilizan para definir el momento final, aquel lugar de no retorno en el que a veces se convierte la vida: cuando no hay salida. Es una palabra fascinante en la que cabe el mundo, y en la que, sobre todo, cabe nuestro mundo: esperanza y desolación, ilusión y crisis, vida y muerte. Con esa palabra los indios hopi definen no sólo un estado de ánimo, sino un estado del mundo, y de ella se sirvió Godfrey Reggio para hacer una rara, fascinante película, Koyaanisqatsi, cuya música es de uno de los grandes del minimalismo y de la música de cine en EE UU y en el mundo. Nosotros vimos en Valencia, en el Museo de las Ciencias, esta obra que quizá no se vea más en este país, aunque sí se vea a su creador, que estuvo en Valencia, acaba de actuar en otras ciudades españolas y esta noche en Madrid.

Para hacer Koyaanisqatsi, Reggio y Glass trabajaron cuatro años, a principios de los ochenta; tenían ante sí un panorama más benigno que el actual, aunque la desgracia humana siempre es una serpiente que anda soterrada hasta en la celebración de las grandes alegrías. Aun así, ellos se centraron primero en la bondad de las cosas y de los sitios, y filmaron con la delectación de los turistas lugares inencontrables y bellísimos de la geografía norteamericana; esos lugares fascinantes -y raros, sigamos con los adjetivos de Torreiro para El verano de Anna- van surgiendo en la pantalla como milagros de una naturaleza intacta. Inmediatamente después de ese festival en el que la humanidad canta su victoria, el cineasta y el músico acoplaron miles y miles de metros de celuloide en los que se ve ya cómo la mano del hombre viene a destruir el castillo de las ilusiones, y aparecen en la pantalla edificios derruidos, grandes campos surcados por inútiles y descomunales palas mecánicas, y en medio de esa desolación caen y vuelven a caer torres -es 1983, cuando se estrena la película- cuya inmediata evocación provoca la más negra de las metáforas. Para acabar esta película cuya fascinación es triple -la realidad, el cine, la música-, el hombre propiamente dicho: en los momentos más dramáticos de la existencia, cuando todas las cosas parecen abrumarle y cuando ya ensaya su despedida, cuando sufre persecución o martirio, cuando está cercado por la despedida que tiene dentro todo dolor.

Fascinante y rara. Pero aún más por las circunstancias en que se exhibió. La película es muda, como muda es quizá la memoria de los desastres -recuerden: aún no se ha escuchado el estruendo de las torres cayendo el 11-S-, pero en el escenario del enorme cine -más bien, un almacén- de Valencia se situó la orquesta de Phillip Glass interpretando la música de Koyaanisqatsi. Un público muy variado, compuesto sobre todo de jóvenes, guardó un silencio absoluto, sobrecogido por esa combinación de memoria filmada y de ritmo que Glass ofreció para cumplir con el rito memorable de darle a la imagen el ritmo interior que tiene la visión más íntima de la historia del hombre.

Koyaanisqatsi. Cuando acabó la representación, Glass se fue con sus músicos por los laberintos diáfanos, y aparentemente inútiles, de aquel palacio mussoliniano. No hallaban los vestuarios. Vestido de negro, como sus músicos, el compositor comentó luego las metáforas que hay en el filme; dijo que aún se le ponían los pelos de punta recordando la actualidad que tiene lo que ellos vislumbraron en 1980.

Toda la cultura que va contigo te espera aquí.
Suscríbete

Babelia

Las novedades literarias analizadas por los mejores críticos en nuestro boletín semanal
RECÍBELO

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_