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Aires de juventud para 'Eugenio Oneguin' en Aix

Los comienzos de la representación de Eugenio Oneguin fueron prometedores. Los personajes eran todos físicamente creíbles. Las parejas jóvenes respiraban frescura, lozanía, ganas de vivir. Los mayores evocaban la nostalgia de la vieja Rusia. La escena era sencilla y los objetos -unas flores, una alfombra, un cántaro- incidían en la atmósfera cotidiana. Se presentía un realismo poético a lo Chéjov.

La orquesta, sin embargo, no acababa de despegar. Sonaba apagada, como si fuese de instrumentos de época, pero, en fin, quedaba mucha noche por delante. Lo que prevalecía de entrada era el toque sensible femenino de la dirección escénica de Irina Brook, la emoción primaria del teatro. Fue un espejismo.

Eugenio Oneguin es una ópera llena de melancolía, de sentimiento, de pasiones humanas, de encuentros y desencuentros, de melodías populares contrastadas con valses o polonesas. Es un retrato de un país y sus clases sociales. La novela de Puschkin en que se inspira es excelente. La música de Chaikovski, una joya. Hay que hacerlo todo muy bien para no romper el encantamiento, el equilibrio del retrato, el escalofrío emocional. Las buenas intenciones no bastan.

Poco color

No acabó de convencer el estilo de la dirección musical de Daniel Harding. En otras ocasiones he elogiado el trabajo de esa joven figura de 27 años, apadrinado nada menos que por Claudio Abbado y Simon Rattle. Su lectura de Oneguin me pareció insuficiente. Es más, equivocada. Con poco color, con poco calor, no hay una sola frase de aliento poético romántico, de sentimientos a flor de piel. La contención inicial desembocó (especialmente en el tercer acto) en unos contrastes dinámicos acusados, en un sonido seco y cortado, en un virtuosismo y espectacularidad fuera de lugar. La Mahler Chamber es una orquesta de probada calidad. Harding la llevó a terrenos resbaladizos al sustituir la delicadeza y la fragilidad que reclama Chaikovski por la expresividad y la brillantez.

Irina Brook se empeñó en explicar lo evidente, en hacer aparecer los personajes cuando están solo en el pensamiento del otro, en acumular destellos de sensibilidad hasta llevarlos al límite de la trivialidad. Tuvo detalles muy valiosos, pero el tratamiento global de la obra se le fue de las manos. Queda para el recuerdo su magnífica dirección de actores y, en especial, el fabuloso retrato teatral de la pareja protagonista. Tatiana duda, sufre, siente escalofríos y arrebatos de entusiasmo juvenil. Oneguin le da la réplica. Y también la nodriza, y Olga... En esto sí hay profundidad, sí hay poesía, sí hay márgenes para la sugerencia. El realismo a ultranza o el intento de clarificación ilustrativa son peligrosos en ópera. Hay que dejar vivir a la música. Irina Brook lo consigue a través de los actores. En el dominio espacial-ambiental no se encuentra cómoda.

La gloria de la noche fueron los cantantes, sobre todo la pareja protagonista: Olga Guryakova (Tatiana) y Peter Mattei (Oneguin). Ellos llevan el peso musical de la representación y, lo que es más importante, el peso humanístico. Con ellos se entiende la inspiración melódica de Chaikovski, la emotividad de Tatiana escribiendo una carta, o la frivolidad de Oneguin entablando un absurdo duelo, o por qué Tatiana no se va con Oneguin, como se preguntaba Dovstoievski en 1880. Una representación amable acogida con benevolencia.

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