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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Bush habla por fin

Con la declaración del presidente Bush sobre la creación de un Estado palestino hay ya dos ofertas sobre la mesa para tratar de resolver el conflicto de Oriente Próximo. La primera es la formulada por la cumbre de la Liga Árabe en Beirut, el pasado 27 de marzo, en torno a la idea-base de la retirada israelí de la totalidad de los territorios ocupados, incluido Jerusalén Este, a cambio de su reconocimiento pleno por parte de todos los Estados árabes. El Gobierno de Ariel Sharon ya la ha rechazado, tachándola de argumento propagandístico de Riad -promotora del proyecto- para compensar la implicación de ciudadanos saudíes en el atentado del 11-S.

La propuesta de Bush consiste en exigir la dimisión de Arafat -y con él, su cúpula de incondicionales-, la celebración de elecciones en Palestina para alumbrar una nueva dirección de la autonomía y, sólo entonces, crear en el plazo de tres años un Estado palestino provisional, que discutiría con Israel fronteras, grados de soberanía, situación final de Jerusalén Este y el grave contencioso de los casi cuatro millones de refugiados palestinos, de los que más de dos terceras partes viven desde hace décadas en campos de miseria de la ONU.

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El sacrificio israelí en este toma y daca se limitaría a retirarse del 40% de la Palestina autónoma que hoy ocupan los soldados de Sharon, y a paralizar, es de esperar que en serio, la colonización de los territorios para no seguir agravando un problema que está en la misma raíz de los intolerables atentados suicidas palestinos. El plan-oferta, como se ve, es un gran favor a Israel, pero eso no significa que no merezca algún estudio, como han reconocido la Unión Europea, varios Estados árabes -Jordania es caso aparte por su entusiasmo- y el propio Arafat.

Pero la exigencia de retirada de Arafat, por su supuesta responsabilidad en los atentados suicidas y la corrupción de su régimen, es una humillación en toda regla, no sólo para la Autoridad Palestina, sino para el mundo árabe, y señaladamente para Egipto, cuyo presidente, Mubarak, le había pedido sólo hace dos semanas a Bush que le diera una nueva oportunidad al líder palestino. Y juega, quizá, con dos variables: que Arafat opte por apartarse por razones patrióticas o que el anuncio excite la concupiscencia de los aspirantes hasta provocar el descabezamiento de la presidencia palestina. A favor de ello obraría el hecho de que hay ya una pugna generacional entre la vieja guardia de Arafat, venida de la diáspora palestina, y los jóvenes leones, la dirigencia sobre el terreno que jamás dejó los territorios.

Puede ocurrir, sin embargo, que Arafat, ahora apoyado como nunca por su pueblo, se encastille en una Autoridad Palestina que, pese a todo, materialmente ya no existe. El rais ha prometido elecciones para comienzos del año próximo, y su resultado no está, ni mucho menos, cantado de antemano. Puede ganarlas él, y según afirmó ayer el secretario de Estado, Colin Powell, Washington respetaría el resultado. Sharon saldría ganando en todo caso, porque no habría negociación ni Estado, aunque Bush seguiría con ello sin política para Oriente Próximo, a no ser que obrara más radicalmente para forzar la salida de Arafat.

Lo propio, en el caso de que fuera posible salvar el escollo de la altanería de Washington, sería ver de fusionar ambas propuestas, la de Beirut en marzo y la del lunes de Bush, para que la idea de un Estado palestino tuviera carne y no se limitara a una vana jaculatoria que ningún bando árabe puede aceptar si no sabe en qué va a consistir. Eso no tendría que significar la aceptación íntegra de la oferta de la Liga, pero sí adoptarla como base de discusión. Ése puede ser el camino hacia la huidiza paz en la zona y no el de exigir una dirección palestina entregada a Jerusalén. Que además de su imposibilidad, sería sólo una receta para garantizar más violencia, más sufrimiento.

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