'Mi querido Dr. Strauss...'
El 17 de noviembre de 1900, Hugo von Hofmannsthal escribió una carta en la que le proponía a Richard Strauss -sólo diez años mayor que él, pero ya una celebridad internacional- poner música a su ballet Der Triumph der Zeit. Pocas semanas después, el compositor le devolvió el argumento al joven poeta y dramaturgo, declinando su invitación, proyectado como tenía acometer en breve un ballet propio (Kythere, que nunca concluiría) e inmerso como estaba en la composición de su ópera Feuersnot. Ninguno de los dos podía imaginar entonces que, tras este desencuentro inicial, el destino les tenía reservado colaborar en seis óperas, las que más fama habrían de reportar a Strauss como compositor escénico y las que auparían a Hofmannsthal al olimpo de los más grandes libretistas de la historia.
El libreto es el punto débil tradicional de las grandes óperas. Con las excepciones de rigor (Lorenzo da Ponte o Arrigo Boito, que escribieron textos impecables para Mozart y Verdi, respectivamente), suelen adolecer de males tan nocivos como argumentos hueros y estrafalarios, dramaturgias endebles, insuficiente caracterización de los personajes o, el defecto más habitual, una ínfima calidad literaria. Obras puramente teatrales que nacieron, en cambio, sin vocación musical, como Pelléas et Mélisande, de Maurice Maeterlinck, o Woyzeck, de Georg Büchner, acabaron por dar lugar, en manos de Claude Debussy y Alban Berg, a libretos que son, por el contrario, un compendio de virtudes. Con Hofmannsthal estamos, sin embargo, no ante logros aislados, sino ante una sucesión de libretos muy diferentes entre sí, que dieron lugar a una serie de óperas en las que se reflexiona, como quizá nunca se había hecho, sobre el arte y la condición humana.
Aún muy insuficientemente traducido en nuestro país, Hofmannsthal es autor de un legado literario de primer orden, indisociable de la Viena del cambio de siglo en la que nació y vivió conociendo y admirando a Schnitzler, Rilke, Zweig, George, Benjamin, Klimt o Freud. Por su palacete dieciochesco de Rodaun, en las afueras de la capital, pasaron todos los nombres que hicieron de Viena el máximo referente cultural del cambio de siglo. Hermann Broch vio en él a uno de sus protagonistas, hasta el punto de titular su muy crítica visión de aquellos años Hofmannsthal y su tiempo. Impulsor, junto con Strauss y Max Reinhardt, de los festivales de Salzburgo, Hofmannsthal aunó un refinado esteticismo y un afán de tender amplios puentes culturales en una Europa que amenazaba ya con desmoronarse. Su obra es no sólo el testimonio de una vida, sino también el espejo de una ciudad y de una época.
Hugo von Hofmannsthal y Richard Strauss colaborarían por primera vez en Elektra, la más audaz de sus creaciones y llamada a subvertir de raíz el orden operístico establecido. El primero contribuyó con un drama en el que la fábula política y moral de Sófocles se puebla de matices psicológicos (su protagonista podría haber sido diagnosticada por Freud como un caso inequívoco de histeria) y se reviste de una manifiesta carga sexual. Para plasmar este mundo nocturno, plagado de pesadillas, sangre y violencia, Strauss escribió una música brutal, desaforada, al borde mismo de la atonalidad, que apuntaba hacia un expresionismo que habría de culminar con Erwartung, de Schoenberg. El temperamento del compositor alemán no le permitió llegar nunca más allá de las infinitas audacias de esta Elektra cuyos ritmos de vals buscan situarla no en Micenas, sino en esa Viena ambigua, terminal y bifronte que baila inconsciente de día y se retuerce torturada de noche.
Hasta 18 cartas nos permi
ten seguir paso a paso la gestación de Elektra entre 1906 y 1908. Hofmannsthal, que raramente dejó de dirigirse a su corresponsal como 'Dr. Strauss', le escribe en julio de este último año que 'el halago de ser un buen libretista, especialmente si sale de su boca, lo valoro sobremanera y me hace sentir una gran alegría'. 'El libretista nato' es el elogio literal de Strauss, 'en mi opinión el mayor halago' ya que, confiesa, 'considero mucho más difícil escribir un buen libreto que una hermosa obra teatral'. Seguir sus discusiones sobre determinados pasajes de la ópera, sobre versos concretos, sobre aspectos específicos de la prosodia, confirma que el genio no basta para que surja la obra maestra, que necesita de un largo proceso de maduración y de comprensión por ambas partes.
La correspondencia entre ambos quedaría truncada únicamente con la muerte de Hofmannsthal en 1929, acaecida tan sólo dos días después del suicidio de su hijo Franz. En su carta de condolencia a la viuda, Strauss lo califica de '¡este hombre genial, este gran poeta, este colaborador sensible, este buen amigo, este talento único! Nunca un músico encontró una ayuda y un apoyo así. Nadie podrá reemplazarlo para mí y para el mundo de la música'. En su Libro de los amigos, una colección de aforismos propios y ajenos, Hofmannsthal escribió que 'toda amistad nueva e importante opera una disgregación y una nueva integración'. Así lo certifican las más de quinientas cartas que intercambiaron -otra gran traducción pendiente-, que nos presentan a un Hofmannsthal siempre dispuesto a dar y a un Strauss deseoso de pedir. Más que frecuentar el trato asiduo y cercano, ambos decidieron intercambiar ideas, reflexiones y, como advierte Hofmannsthal, 'quien acepta un pensamiento no recibe algo, sino a alguien'.
Temores y esperanzas
ERNEST NEWMAN y George Bernard Shaw, ambos con formación musical, recursos y talento literario a raudales para ejercer la crítica, protagonizaron en las páginas de The Nation un ácido intercambio de visiones antagónicas tras el estreno británico de la Elektra straussiana en 1910, dirigido por Thomas Beecham. Para el primero, 'Strauss es tan violento que, como regla, no puede creerse lo más mínimo en su violencia. (...) Su orquesta protesta demasiado', y no duda en afirmar que 'mucha de la música es tan abominablemente fea como ruidosa'. Ya antes, desconcertado por el cambio de rumbo y la modernidad intrínseca de Salome, Newman se había preguntado si la nueva ópera de Strauss haría buenas 'nuestras mejores esperanzas o nuestros peores temores'. El autor de Pygmalion, por su parte, tras tildar la crítica de su colega de 'ridícula e idiota', confiesa poder 'soportar casi todo del señor Newman excepto que se haga pasar por la institutriz de Strauss'. Y a continuación da rienda a su entusiasmo sin cortapisas, concluyendo que Elektra es 'una protesta y un desafío contra las vilezas omnipresentes de nuestra civilización'. Como en tantas otras ocasiones, Shaw hizo gala de su finísimo instinto musical y el tiempo acabó por darle la razón.
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