Ser inmortal en Valencia
Así ha ganado la liga el Valencia: contando los puntos uno a uno como se cuentan las habas, porque la historia sólo pertenece a los que la sufren, no a quienes la escriben de antemano como ha hecho el Real Madrid al vender los tres osos del centenario antes de cazarlos. Después de 31 años de inanición y tedio, escupiendo pipas en la gradas de Mestalla con el ego derruido, los hinchas valencianistas habíamos pasado las últimas temporadas sometidos a la gota malaya administrada por ese marqués de Sade que es el entrenador Héctor Cúper, un filósofo defensivo, amarrado al pesimismo histórico, especialista en llevar a sus huestes siempre a la cumbre para despeñarlas desde allí en el último minuto cuando ya estaban arañando la gloria. Cúper había inoculado al Valencia el gen egoísta, pero no el gen del campeón, que se deriva del espíritu de Hegel.
Pero, ¿qué es el espíritu de Hegel? No es otra cosa que la dialéctica entre la humildad y el hambre de lobo: valorar el alma más que esa pierna de 5.000 millones dentro del área donde al héroe le esperan unos señores que se alimentan sólo de meniscos. Todavía llevo clavada la chilena de Rivaldo que aventó al Valencia fuera de la liga de campeones cuando el árbitro ya estaba mirando su reloj de arena movediza. De semejante masoquismo, que es el mejor estiércol, ha brotado intempestivamente la gloria. El Valencia ha alcanzado el triunfo desde una retaguardia bien armada, dando en el momento preciso una dentellada rigurosa, sin heroísmos, con las cuentas de la vieja, de habas o lentejas, y ahora mismo ignoro para qué sirve ser campeón de liga si no es para hacer el ganso, estrangularte de pasión con la propia bufanda, ponerte un gorro de papel en la cabeza para coronarte rey de Ruzafa por unas horas e interiorizar en el cerebro la musculatura de Baraja, el pelo dorado de Cañizares y no saber distinguir, dentro de la orgía, a Pablito Aimar de la Virgen de los Desamparados. De hecho el entusiasmo de un triunfo deportivo es lo más parecido a la explosión religiosa: ambas emociones te diluyen el yo en un ente colectivo que habita en la grada o en la nave del templo.
Estas dos expresiones multitudinarias que emiten una misma carga de piedad y erotismo se están solapando estos días en Valencia con la celebración conjunta de la festividad de su patrona y del triunfo del su equipo. El traslado de la Virgen desde la basílica a la catedral libera en las masas el mismo fluido que adopta el recibimiento de los campeones en el aeropuerto de Manises, su paseo por el Ayuntamiento, por la Generalitat, por Mestalla, y todo conforma un revuelto de espárragos que son clérigos, políticos, hinchas, directivos y deportistas, todos a una gritando, rezando, vitoreando y llorando, porque un triunfo deportivo sirve para olvidar que la realidad existe y fundirse al mismo tiempo en una nueva individualidad. En primavera cualquiera puede creerse inmortal en Valencia sin ser un demente, pero mucho más el hincha cuando después de las lluvias torrenciales estalle por fin la luz y dentro de la copa de campeones el sol se convierta en el licor más fuerte que habrá que beber hasta las heces antes de reconocerse de nuevo ante el espejo cuando la gloria haya pasado y comprobar que uno sigue siendo el tipo anodino de siempre.
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