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Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

La construcción de una mirada propia

En 1947, Hans Heinrich Thyssen-Bornemisza heredó, junto a la baronía, poco más de la mitad de las 525 pinturas y otros objetos de arte que su padre, el barón Heinrich, había reunido en Villa Favorita, junto al lago Como. En noviembre de 1948 abrió al público la galería que había construido su padre (y en la que éste nunca había llegado a ver reunida su colección) y durante algunos años se limitó a recomprar obras que habían correspondido en la partición a su hermano y a sus dos hermanas, una tarea en la que no cejaría en décadas y que proseguiría al menos hasta finales de los ochenta, cuando recuperó, entre otras obras, La ninfa de la fuente, de Cranach el Viejo, y la Virgen de la Humildad, de Fra Angélico.

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Después, entre 1954, en que compró la primera obra que no había pertenecido a la colección paterna (una Anunciación de El Greco, y no el Retrato de hombre de Francisco del Cossa, como él decía buscando subrayar la continuidad con la línea establecida por su padre, muy amante de los retratos), y 1960, siguió enriqueciendo aquélla sin pretender cambiar su fisonomía, una actitud en la que se vio alentado por Rudolph Heinemann, el experto y marchante que había asesorado al barón Heinrich desde 1930 y que tras la muerte de éste actuó como consejero suyo a la hora del reparto de los cuadros. Durante todos esos años -casi tres lustros-, las compras del barón fueron cuantitativamente discretas y las pinturas que adquirió -alemanas, flamencas, italianas y alguna española, todas de los siglos XV al XVIII- hubiera podido incorporarlas su padre.

Fue en 1961 cuando el barón Hans Heinrich tomó la decisión fundamental de su actividad como coleccionista, y puede decirse que de su vida: compró una acuarela de Nolde (Pareja de jóvenes) y, a continuación, y en el mismo año, pinturas de todos los otros miembros del grupo Die Brücke a excepción de Müller. También, y aunque esto no suele ser recordado, su primer cuadro impresionista (un Renoir: El campo de trigo) y una obra de Nicolas de Staél (Paisaje mediterráneo). Fue, en cierto modo, un acto de traición a la memoria paterna y, a la vez, de liberación, el comienzo de la afirmación de su propia personalidad como coleccionista.

Aunque no fuese cierto que los gustos de su padre no hubieran ido más allá del XVIII, como él repetía una y otra vez (el catálogo de 1937 recogía 60 cuadros del XIX, entre los que había algunos de Delacroix, Corot o Courbet), sí lo era que menospreciaba el arte de su propio tiempo, por lo que el hecho de incorporar obras del XX suponía una ruptura profunda con la línea de la colección.

Es inútil preguntarse por las razones profundas de ese cambio de rumbo que hizo que, aun sin renunciar a enriquecer la colección de maestros antiguos (recuérdense adquisiciones tan señaladas como La Virgen del árbol seco, de Petrus Christus, o el Cristo y la samaritana, de Duccio), el barón fuese centrándose en la compra de maestros modernos hasta llegar a construir una nueva colección cercana a los 1.000 cuadros. Él mismo lo ha explicado con palabras tan convenientes que quizá convenga someterlas a cautela. Según decía, se sintió 'impresionado por la atrevida gama cromática y la atmósfera peculiar' que emanaba de la acuarela de Nolde y decidió comprar obras expresionistas, entre otras razones, porque 'estos artistas habían sido perseguidos por el régimen nacionalsocialista y su arte estigmatizado como degenerado'. Es posible. Pero también lo es que emprendiera el nuevo rumbo siguiendo, al menos en parte, el ejemplo de Stavros Niarchos y David Rockefeller, los hombres que le presentaron a Norbert Ketterer, un marchante especializado en obras de expresionistas alemanes que acabó convirtiéndose en asesor de su nueva andadura. Por lo demás, el hecho reviste, a primera vista, unos tintes tan freudianos que quizá no convenga descartar motivaciones psicológicas que yo no sabría explicar. Reténgase este dato: el barón Heinrich comenzó su colección con obras de primitivos alemanes; el barón Hans Heinrich (nacido, sin embargo, ya en Holanda) se inició en el arte moderno a través del expresionismo alemán. Y lo hizo con tal dedicación que, de hecho, a excepción de alguna compra sorprendente (un Pollock en 1963) y de un puñado de obras impresionistas o posimpresionistas, a lo largo de los sesenta sólo compró obras de artistas alemanes. Sería ya en los setenta y comienzos de los ochenta, una época en que su actividad compradora adquirió un ritmo frenético (más de 700 cuadros entre 1973 y 1982), cuando la colección se expandió, abarcando, de forma casi enciclopédica y bien cercana a lo museístico, los principales movimientos de la pintura europea y americana desde mediados del XIX al tercer cuarto del XX. Con sus lagunas, como la de la pintura romántica europea, escasamente representada pese a algunas piezas soberbias. Pero en esto, y al margen de las dificultades del mercado, quizá quepa ver una expresión del gusto personal, insoslayable, e incluso exigible, en toda colección personal.

Por lo demás, y dado que las motivaciones del coleccionismo son tan complejas como la naturaleza humana, sería fatuo querer penetrar en las del barón. Es indudable que su interés por el arte nació del cumplimiento de un deber filial. Y también lo es que acabó convirtiéndose en pasión, una pasión que él describía en términos prácticamente sexuales y que quizá sintiera, como ha escrito Anthony Burgess, como algo más cercano a la concupiscencia que al amor. Pero al margen, y aun admitiendo motivaciones menos confesables (todos los coleccionistas las tienen), hay que subrayar que en su ejercicio del coleccionismo parece haber subyacido siempre una cierta dimensión altruista. 'Cuando empecé mi colección', declaró una vez, 'el principal capital que yo poseía eran mis ojos, que son un don de Dios. Los pintores no hacen sus obras para los ojos de un solo hombre. Mi legado como coleccionista es compartir'. Y los hechos -apertura al público de la colección desde 1948, celebración de exposiciones por todo el mundo, creación de la fundación y del museo de su nombre en Madrid- parecen demostrar que no se trataba sólo de palabras. Bien que a través de caminos tortuosos y con seguridad no previstos (todavía en 1984 declaraba que prefería 'seguir coleccionando pinturas y dejarle a mi hijo mayor el trabajo de construir las paredes que hayan de albergarlas'), al final sus ojos (ese 'don de Dios') han acabado enriqueciendo los nuestros.

José Álvarez Lopera es historiador del Arte y autor del catálogo de Maestros modernos del Museo Thyssen-Bornemisza

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