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LA CRÓNICA
Columna
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La juerga de can Llovet

Martín de Riquer la denomina 'la juerga de can Llovet', pero este cronista (que confiesa que nunca ha estado en Oxford, y mucho menos en la década de 1930) tuvo la impresión de asistir a una de aquellas legendarias veladas oxonianas en las que un puñado de sabios profesores se reunían al anochecer para beber jerez, improvisar traducciones de epigramas de Marcial, lanzar comentarios maliciosos y sutiles sobre los botines de Cyril Connolly y, en definitiva, pasarlo en grande. La realidad objetiva decía que estábamos en casa de Jordi Llovet, celebrando la reunión anual del Institut d'Humanitats de Barcelona y el homenaje al profesor y poeta Lluís Izquierdo, pero ya les digo: nosotros estuvimos en Oxford, en la década de 1930. En esta deliciosa acrobacia espaciotemporal debió intervenir decisivamente mi más que probable pariente Andreu Jaume, que además de ser el editor más leído de su generación es de lo más oxoniano años treinta que hay en esta ciudad.

La anual 'juerga de can Llovet' -Martín de Riquer 'dixit'- homenajeó al poeta Lluís Izquierdo. Por supuesto, con la célebre campanilla

A las ocho de la tarde nos citamos en el cóctel bar Ideal y, tras rendirle un breve pero eficaz culto a Baco, nos presentamos a las nueve en punto en el domicilio del profesor Llovet, que nos recibió con su proverbial jovialidad y un elegante traje príncipe de Gales de tonos tostados.

Martín de Riquer ya estaba allí, acompañado de su hija Isabel y su aureola de caballero medieval; Antonio Vilanova llegaba con dos señoras bajo el brazo: doña Lolita y Ana Ozores; Izquierdo, algo nervioso por el propincuo homenaje, ponderaba las virtudes del rioja que unos jóvenes vestidos de negro nos servían generosamente; Alberto Blecua prodigaba su sabia cordialidad y Ana Moix su irresistible timidez. Las conversaciones de González Casanova, Biel Oliver y Ramón Andrés se entremezclaban con la música de Haydn y los reflejos tornasolados de un centenar de volúmenes de La Pléiade; en un atril, dos libros de poemas de Izquierdo, El ausente y Calendario del nómada; y en un pequeño escritorio, un retrato de Baudelaire, un Quijote del siglo XVI y los volúmenes de José Manuel Blecua dedicados a las flores, el mar y los pájaros en la poesía española.

Mediada la cena ('sopar fred a peu dret', decía la invitación, que es la manera elegante y catalana de decir buffet), Jordi Llovet agitó una campanilla y comenzó la parte protocolaria de la celebración. Pero no crean que se trató de uno de esos rituales académicos rimbombantes e impostados de los que es preferible mantenerse apartado aunque sea dentro de un ataúd; no, Llovet exhibió sus más chispeantes dotes de orador y, tras recordar los nombres de los anteriores homenajeados (Blecua, el padre Batllori, Aranguren, Magris, Valverde, Rico, Savater, Riquer...), deleitó a la concurrencia con el relato de su primer encuentro con Izquierdo. Fue el domingo de Pascua de 1969, en Tiana, al término de la fiesta de las caramelles. Por lo visto, Izquierdo confundió a aquel joven visitante con un cantaire y la boina con la que iba cubierto, con un símil de barretina', y le gratificó con 100 pesetas. Ese hilarante equívoco fue el inicio de una hermosa amistad, que el pasado martes se rubricó con este homenaje y el obsequio de una primera edición del Bestiari de Pere Quart. Por su parte, Izquierdo camufló su emoción citando (de memoria) aquel poema de Brecht en el que el poeta enumera sus Satisfacciones y que (de memoria, seguramente mala, la nuestra) dice algo así como: 'La primera mirada por la ventana al despertarse, el viejo libro vuelto a encontrar, rostros entusiasmados, nieve, el cambio de las estaciones, el periódico, el perro, la dialéctica, ducharse, nadar, música antigua, zapatos cómodos, comprender, música nueva, escribir, plantar, viajar, cantar, ser amable'. Satisfacciones, en suma, de gente como la reunida la pasada noche en la 'juerga de can Llovet'.

Pero aún quedaba noche por delante. Vinieron los dulces y el cava, las conversaciones sobre Auden, Maupassant y (hélas!) el patriotismo constitucional; los elogios a las bellas encuadernaciones de la biblioteca de Llovet y las risas, muchas risas. Hasta que a las once en punto, y siguiendo el firme protocolo de este acto, el tañido de una campanilla anunció el fin de la reunión. Pero qué fuerte suena esa campanilla. Qué brío, qué ganas de que nos vayamos. Es cierto, la campana sonaba con tanta intensidad que se diría impropia de un anfitrión tan exquisito como Llovet. Fue la travesura particular de Martín de Riquer. El docto señor había enfundado su pipa y, muerto de risa, repiqueteaba con la campanilla como si anunciara el inicio de una justa.

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Salimos a la calle y, visto lo temprano de la hora, mi pariente y yo decidimos rematar el culto báquico con un malta viejo. Meditando sobre lo visto, acordamos dos cosas: que ver a Martín de Riquer agitar una campanilla era una de las cosas más bonitas que nos había sido dado presenciar en esta vida y que Jordi Llovet es como uno de esos lacedemonios glosados por Marco Aurelio en sus melancólicas Meditaciones. 'Los lacedemonios, en sus fiestas', escribió el augusto romano, 'solían colocar los asientos para los extranjeros a la sombra, pero ellos se sentaban en cualquier sitio'. Pues eso, ¿para cuándo un homenaje a Jordi Llovet?

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