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LA CRÓNICA
Columna
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La lección de Pallach

Corría el año 1970. Los alumnos de unos pocos institutos de Cataluña, el de Girona entre ellos, descubrimos, al matricularnos, que nos había tocado la lotería. En lugar del farragoso Preu, inauguraríamos el COU. Experimental. Una gozada. Hasta tal punto lo fue, que las mejores asignaturas ya no aparecieron en el COU oficial del año siguiente: sociología, matemáticas para alumnos de letras o técnicas de expresión. Esta última era de las más emocionantes. Lejos de la clase magistral y sin materia de empollación, explorábamos todas las posibilidades de la comunicación oral y escrita. Nos dimos un baño de libertad expresiva, de ordenado contraste de pareceres. El profesor era un tipo de unos 50 años, bajito, de rostro imponente y verbo torrencial. Vestía americanas de tweed y jerséis de cuello alto. Pero no era la manera francesa de vestir lo que le distinguía de los profesores de su edad o de nuestros padres. Era eso que ahora llaman 'carisma'. Sabio y campechano, rústico y cosmopolita. Era Josep Pallach, recién llegado del exilio francés.

Aquel profesor de COU del instituto de Girona respiraba diálogo. Se llamaba Josep Pallach

A pesar de tener un juicio pendiente con un tribunal franquista, pudo conseguir Pallach aquel trabajo en un centro oficial gracias al grupo de Paco Noy y Josep Laporte que, discretamente, aprovechando las rendijas que abría la tecnocracia opusdeísta, convertían a la neonata Autónoma (de la que el COU dependía) en una universidad democrática avant la lettre. Una escuela de democracia fue aquel COU para nosotros en aquel año en que vivimos intensa y peligrosamente. Fue el año del Juicio de Burgos. En Girona llegaban las noticias de las posibles condenas a muerte, pero no existían núcleos políticos clandestinos preparados para organizar algo serio. Y fuimos nosotros, los alumnos de COU, los que (con la ayuda de algunos universitarios y de pequeños núcleos obreros) organizamos la más sonora de las movidas antifranquistas que vivió Girona en aquellos penosos cuarenta años. Una manifestación de estudiantes pacifistas que recorrió las calles más céntricas de la ciudad ante el pasmo de la ciudadanía. A los cabecillas nos esperaba la Guardia Civil en casa. Casi todos teníamos 16 años. Entre los cabecillas de aquel COU estaba Josep Sala, actual alcalde de Lloret (el único mayor de edad: pagó el pato). Y dos chicas de lujo: Anna Birulés, la ministra; y Anna Pagans, flamante alcaldesa socialista de Girona. Alumnas de Pallach o de su esposa, la formidable profesora de francés Teresa Juvé.

Otros muchos profesores de aquel COU eran formidables (la joven filósofa Paquita Pascual, la prestigiosa latinista Dolors Condom o Rosina Lajo, militante clandestina del PSOE). Pero fue Josep Pallach el que más nos impactó con su mezcla de entusiasmo y respeto. Sabíamos que era un exiliado ilustre con años de cárcel y sufrimiento a sus espaldas. Y nos extrañaba que en clase no apoyara a machamartillo nuestras posiciones progres. Nos extrañaba especialmente cuando intervenían nuestros compañeros franquistas (los había). Pronto descubrimos que para Pallach el respeto a las ideas del otro era un bien en sí mismo, un bien que estaba por encima de lo que en el lenguaje de la época se llamaba los 'intereses objetivos'. Nos exigía un escrupuloso respeto a las opiniones contrarias.

Lo admiré como a un padre. Aguantaba mis confesiones, me aconsejaba. Invadí su biblioteca. Guardo como oro en paño el último libro que me prestó: Histoire de la Commune de 1871. Nunca me presionó, nunca se aprovechó de mi admiración para inocularme sus ideas. Ni durante aquel COU ni en los siguientes años en los que tuve la suerte de contar con su amistad, nunca me usó como un conejillo de indias. ¡Y a fe que esto se estilaba en aquellos años! Abundaban en todas partes líderes adultos, católicos o izquierdistas, que te comían el tarro a la mínima ocasión. El estilo proselitista de aquellos años, Pallach nunca lo practicó. Noté siempre su compañía, nunca su presión. En 1974, pocos años después de aquel COU, yo contribuí a formar Convergència Socialista, una especie de punto de encuentro entre grupos de origen muy dispar, entre los cuales el MSC (Reventós y Obiols) y los ex FOC (Molas, Serra, Urenda, Maragall). Era el antecedente del PSC-Congrés, rival directo del PSC-Reagrupament (Verde, Tapia, Jusmet, Cuito) que lideraba Pallach. La competencia era fratricida y, vista desde la perspectiva actual, grotesca. El tiempo le ha dado la razón a Pallach, se dice: era atlantista, socialdemócrata, partidario de la cogestión, del mercado, de la democracia formal. Y anticomunista. Había probado la estopa estalinista en sus años del POUM. Muchos de los que ahora elogian su lucidez y lo entronizan como precursor de la socialdemocracia catalana gastaban lejía, y no saliva, al pronunciar su nombre. Yo viví en carne propia el tremendo desencuentro. Seguía viéndole: en Bellaterra o en su casa de Esclanyà. Discutíamos, pero, a pesar de los infundios que mis correligionarios propagaban ('Pallach es de la CIA') nunca me reprochó nada.

Meses antes de las primera elecciones democráticas murió. Algunos se preguntan si, con su presencia, nuestra historia reciente habría sido otra. Lo que es seguro es que no habría dado los fenomenales bandazos pendulares que hemos visto por estos pagos. Era moderado, pero no tibio, no blando. Sus convicciones eran graníticas. Las defendía contagiosamente, agónicamente. El otro día estuve en el cementerio de Esclanyà. Contemplé los ramos de rosas oficiales. Todos llevamos ahora rosas rojas a la tumba de Pallach. ¡A buenas horas! Fue, en verdad, un hombre extraordinario. La Cataluña política y periodística recuerda su heroico historial resistente, su magnífica nariz ideológica, su contagiosa personalidad. Yo quiero recordarle como un maestro. Fervoroso y delicado maestro a quien nunca tentó el deseo de clonar alumnos a su imagen y semejanza.

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