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Crítica:
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Mangas verdes

Parece que Susy Gómez está tercamente decidida a impedir que la confundan con cualquier artista de virtudes estéticas ordinarias, pero su blanda retórica de la exclusión ya no produce placer. Con sus primeros trabajos en el Espai 13 de la Fundació Miró (1993), con sólo 28 años, la artista mallorquina creía firmemente en el trabajo que le daría el pan y la popularidad (¿el circo del arte?), lo que se confirmó posteriormente con su desembarco en algunas de las mejores galerías de arte españolas y en colectivas e individuales internacionales. Aquella fe no quedaría ahogada por esa iniciación hacia una estética de la experiencia, esos días de aprendizaje que la mantendrían en la convicción de que la profesión de artista podía ser la mejor y la más provechosa del mundo, la que le ofrecería la eterna alianza entre la dignidad estética y las pulsiones sabiamente trenzadas del mercado. La naturaleza de Gómez exigía esa combinación, por ello no se comprende su tremendo error de cálculo al presentar el año pasado en el Centre del Carme de Valencia una retrospectiva planteada con demasiada ansiedad como para atenuar una verdad implícita: su gran energía imaginativa aunque incapaz de poner en práctica una destreza narrativa que la llevara a medirse con algunas autoras que entonces emulaba, Louise Bourgeois o Fran Cottell. Enrique Juncosa había diseñado para ella una exposición a gran escala. Y ahí residía el pecado original: una manzana negra, gigante, cultivada por el taller de los artesanos falleros, con su inmensa vulva dispuesta a devorar al visitante, y una serie de piezas desperdigadas en el vacío de un espléndido centro de exposiciones como si fueran basura espacial. Obras sin afectos, aunque sin duda efectistas, acompasadas por el trotamundeo de unas rúbricas infantiles escritas en las paredes de las salas ('aimer', 'aimer') y un cierto desequilibrio, muy estudiado, en las formas escultóricas. Eran esas 'cosas que llamaba suyas' y que aludían a la pérdida de la inocencia que supone la voluntad de explorar los límites de la inteligibilidad de la propia obra. Si en Valencia las ramas de los almendros en flor bañadas en pintura plateada estaban sobredimensionadas, aunque parecían ligeras, en la galería Tàpies nos recibe ahora una inmensa rosa de hierro galvanizado, como un objeto robado de una tumba, inútil y tétrico -una rosa ya 'no es' una rosa-; o las fotografías de modelos de papel cuché cuyos rostros se ocultan bajo brochazos de pintura y que después son reproducidas a gran escala y apoyadas en la pared como si fueran esculturas, en un intento de descubrir la feminidad desde dentro. En las últimas piezas de Gómez, el 'yo' ha quedado prácticamente desplazado o casi abolido. Se puede ver en su último trabajo, la serie titulada Així, formas de vestimenta con las mangas cosidas, objetos populares alejados del concepto de las 'bellas artes'.

AIMER

Susy Gómez Galería Toni Tàpies Consell de Cent, 282. Barcelona Hasta el 15 de noviembre

Sobre este tema, en el actual debate artístico hay dos posturas: o se muestran figuras vestidas como parte de una obra de arte -una imagen total convertida en objeto- o las prendas de vestir se presentan independientemente -el espectador es invitado a probar mentalmente una obra para completarla-. Gómez propone una serie de camisetas y vestidos con imágenes estampadas de algunas obras suyas. El visitante dispone de unas tijeras para cortar las mangas y poder probarse la ropa. La instalación está más cerca de un aparador de Ágatha Ruiz de la Prada que de una obra voyeurística frente a la que la invitada pudiera contemplar la construcción de una identidad. Es en esa combinación entre cuerpos y espacios construidos donde la obra de esta autora flaquea. Los espacios que tan sabiamente supo crear Gómez al principio de su carrera se han esfumado. Y es que el proceso de organización y exposición en su conjunto es responsabilidad del autor como medio de lograr el poder de la visibilidad, algo que, por cierto, ha logrado su compañera generacional Eulàlia Valldosera, como sabiamente demostró en el Lido veneciano.

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