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RAÍCES
Columna
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Los otros

Alejandría, 17 de junio de 362. El emperador Juliano libra la última, desigual, agónica batalla contra el cristianismo, un cristianismo que en los reinados anteriores se ha apoderado ya de todos los resortes del poder. Hasta la educación se encuentra en manos de los galileos.

El César filósofo, de luenga barba, promulga un decreto sobre la enseñanza que discrimina de un plumazo a los que no son paganos: 'Los maestros de escuela y los profesores deben descollar primero por su moralidad, después por su elocuencia'; luego el que quiera enseñar ha de contar con la aprobación de los regidores municipales, esto es, debe tener un certificado de buena conducta; pagana, por supuesto.

Pero hay más. Los autores escolares son Homero, Hesíodo, Heródoto, Tucídides, autores que veneraron a los dioses de los que abominan los cristianos. 'Juzgo un desatino', escribe Juliano, 'que los que explican estas obras no crean en los dioses que aquéllos honraron... Si piensan que los autores que explican... fueron sabios, que imiten primero su piedad para con los dioses; pero si a su ver están equivocados, que se vayan en buena hora a las iglesias de los galileos a glosar a Mateo y a Lucas'. El cristiano, en consecuencia, queda excluido de la docencia pagana no por la disciplina que enseña, sino por las convicciones que profesa.

El decreto de Juliano, que pareció 'inclemente' a sus propios partidarios, se parece como una gota de agua a las declaraciones hechas recientemente por algunos obispos andaluces para justificar la expulsión de unas profesoras de religión. Parece que no han pasado los siglos. El pagano y los cristianos insisten en que ha de haber una adecuación entre la conducta del profesor y las enseñanzas que imparte. En realidad, no buscan la excelsitud moral: lo que pretenden es poder eliminar a 'los otros'. Coincidencia sorprendente, pero aleccionadora: la guerra es la guerra.

La actitud de los prelados andaluces, sin embargo, no parece muy acorde con las palabras del Evangelio. Los cristianos están puestos en el candelabro para que den luz, no para que sean piedra de escándalo; y buena la han armado los obispos al desconcertar a párvulos. 'Con el juicio con que juzguéis, seréis juzgados'.

Muy limpia ha de estar la conciencia de quien tire la piedra, esa piedra que Jesús prohibió arrojar incluso contra una meretriz. Y contrasta con tan ardoroso celo el silencio sepulcral ante la avaricia logrera de algunas personas, dignas de ser expulsadas inmediatamente del templo si se aplicara el mismo rasero.

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A la vista de cómo se comportan las columnas de la Iglesia, no sorprende que Jesús desechara el untuoso trato del sumo sacerdote y de los rabinos para vivir sencillamente entre publicanos y gente de la misma ralea. De haber sido hoy un feligrés de tales pastores, hubiera sido excomulgado. Por mala conducta y por malas compañías.

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