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Reportaje:

El golpe que aniquiló a la URSS

Diez años después del fallido intento de derrocar a Gorbachov, muchos rusos creen que si los golpistas hubieran triunfado ahora vivirían igual o mejor

Pilar Bonet

Rusia conmemora mañana el episodio más espectacular de la desintegración de la URSS y del comunismo soviético: la aventura golpista de los dirigentes del Kremlin, que mantuvieron en vilo al mundo durante tres días, desde la mañana del 19 de agosto de 1991, cuando la televisión despertó al país a los compases del Lago de los cisnes, hasta la madrugada del 22, cuando el presidente Mijaíl Gorbachov y su aterrorizada familia descendieron del avión que les traía a Moscú desde Crimea. Aquel preludio del fin del imperio, que el líder ruso Borís Yeltsin tan bien supo aprovechar, provoca hoy sentimientos confusos entre los rusos y no ha tenido para ellos el mismo carácter liberador que la caída del muro de Berlín para los alemanes.

Bloquearon el acceso de Gorbachov al botón nuclear, y eso dejó incontrolado durante 73 horas el arsenal de la segunda superpotencia mundial
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A la memoria vuelven las tres noches en vela en el Parlamento ruso (la Casa Blanca), los jóvenes que arrastraban hierros hacia las barricadas, Yeltsin invitando a la resistencia desde lo alto de un tanque, las columnas de carros blindados apostadas en las avenidas, Mstislav Rostropóvich avanzando a oscuras por un largo pasillo. A la memoria vuelve la madrugada del 20 al 21 de agosto, el momento de mayor tensión. Luego vino el pánico en el kolzó (el anillo de circunvalación), cuando tres jóvenes murieron víctimas de un encontronazo con los tanques. Y al final, un mitin multitudinario y una efímera sensación de libertad.

Los golpistas no eran torpes aficionados. Desde el punto de vista técnico, el jefe del KGB, Vladímir Kriuchkov, y el ministro de Defensa, Dmitri Yázov, hicieron un extraordinario trabajo entre el 5 de agosto, un día después de que Gorbachov se marchara de vacaciones, y el 18 de aquel mes. Ese día, una delegación de los conspiradores, en la que figuraban el vicepresidente del Consejo de Defensa, Oleg Baklánov; el jefe de la cancillería de Gorbachov, Valeri Boldin; el secretario del Comité Central, Oleg Shenin, y el viceministro de Defensa, Valentín Varénnikov, volaron a Crimea para entrevistarse con el presidente. Doce eran los principales conjurados, pero sólo ocho de ellos, incluidos el vicepresidente Guennadi Yanáyev y el primer ministro Valentín Pávlov, constituyeron el llamado Comité Estatal del Estado de Excepción (GKCHP). Lukianov, presidente del Soviet Supremo y amigo de juventud de Gorbachov, se quedó fuera para maniobrar mejor, aunque ayudó a redactar los documentos que publicaron los golpistas. Yanáyev se incorporó a última hora y lo mismo sucedió con el ministro del Interior, Borís Pugo.

Los testimonios del acta de acusación de los golpistas muestran que en pocos días decenas de altos mandos del Ejército y del aparato de la seguridad del Estado fueron movilizados por todo el país. En la conjura, con distintos grados de implicación, estaba la cúspide del KGB y del Ministerio de Defensa, analistas de ambas instituciones que exploraban conjuntamente las posibles consecuencias de un estado de excepción, el jefe de las tropas de paracaidistas, Pável Grachov (que después sería ministro de Defensa con Yeltsin), los jefes de distintos departamentos del KGB y el jefe de las tropas del distrito militar de Moscú, entre otros. El Ministerio de Defensa había enviado enlaces a los jefes de los distritos militares, Kriuchkov había ordenado escuchar los teléfonos de Yeltsin, vigilar a los políticos que podían oponerse y hacer preparativos para arrestarlos a todos ellos y encerrarlos en diversas bases militares.

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Cumpliendo órdenes de Kriuchkov, Viacheslav Generálov, responsable de la escolta del presidente, mandó cortar las líneas telefónicas a Gorbachov desde el avión en el que los golpistas viajaban rumbo a Crimea el 18 de agosto. Con ellos iba también un grupo especial de oficiales de comunicaciones que tenía la misión de aislar al presidente. Aquella misma tarde fueron movilizadas las brigadas de vigilancia marítima de las tropas fronterizas de la costa del mar Negro. Los golpistas bloquearon también el acceso de Gorbachov al botón nuclear, lo que, según su ex jefe de prensa Andréi Grachov, hoy profesor en París, dejó 'incontrolada' durante 73 horas la seguridad nacional de la URSS y el arsenal nuclear de la segunda superpotencia mundial.

Tras visitar a Gorbachov, Varénnikov reunió a los jefes de tres distritos militares (Kiev, Cáucaso del Norte y Transcarpatia), de la flota, de las tropas de misiles, de la artillería y de la infantería. A todos ellos les dijo que el presidente estaba enfermo y que Yanáyev le sustituiría. Mientras sus colegas regresaban a Moscú, Varénnikov partió hacia Kiev porque, según contó él mismo a esta corresponsal, temía que el movimiento nacionalista ucranio Ruj 'organizara un levantamiento que fuera una bomba para nosotros'. Y desde Kiev, en los días que siguieron, mandó incendiarios telegramas a sus compañeros exigiéndoles ser más expeditivos con Yeltsin. 'Me irritaban con su indecisión', dice el veterano oficial, que califica al GKCHP como un 'protoplasma' y a sus colegas como 'calzonazos'. 'No es que fueran incompetentes, sino inconsecuentes y débiles', asegura el único de los miembros del GKCHP que no aceptó ser amnistiado en febrero de 1994 y que posteriormente convirtió su juicio en un proceso contra Gorbachov.

De la conversación del 18 de agosto hay versiones diferentes. Los golpistas señalan que fue la culminación del trabajo que habían estado haciendo por encargo de Gorbachov para preparar el estado de excepción en diversas zonas del país. Gorbachov sitúa la visita de los huéspedes en otro plano más inquietante. Al despedirse, el presidente les llamó 'huevones', pero sus interlocutores, que interpretan a su modo las palabras del líder, no mencionan este detalle.

Tanto si Gorbachov les dio a entender que les daba luz verde para actuar como si no, el presidente no quiso acompañarles para dirigir el movimiento y los conjurados volvieron al Kremlin, donde les esperaban Kriuchkov, Yázov y Pávlov. Esa misma noche, los golpistas deberían haber contactado con Yeltsin, que regresaba de un viaje a Kazajstán. Pero el avión que llevaba al líder ruso, en contra de los planes de la conjura, no se desvió al aeropuerto militar donde tenía que ir a esperarle el primer ministro Pávlov. Sin sospechar lo que se estaba tramando, Yeltsin se marchó a su dacha de Arjánguelskoe. Allí, Kriuchkov había reforzado la vigilancia con varias decenas de agentes del grupo Alfa, que nunca recibieron la orden de detener al líder ruso, para la que estaban preparados. Kriuchkov explicó a esta corresponsal que Pávlov y Yázov tenían que haber ido a ver a Yeltsin a la dacha, pero que el primero se puso enfermo. A parecer, el jefe del Gobierno soviético se puso él mismo fuera de juego, al mezclar alcohol con pastillas para la tensión, y tuvo que ser hospitalizado.

En la madrugada del 19, los tanques habían entrado en Moscú, y sus mandos, entre ellos el general de paracaidistas Aleksandr Lébed, vigilaban el Parlamento, porque no habían recibido otra orden. Yeltsin obtuvo una victoria cuando el mayor Serguéi Evdokímov se pasó al lado ruso con 10 tanques. El diputado Serguéi Iushenkov, uno de los organizadores de la resistencia, sospecha que la nueva lealtad de Evdokímov pudo ser bien pragmática. Al entrar en la Casa Blanca, el oficial de la división de élite Tamánskaia, que llevaba horas en su carro blindado, preguntó ansiosamente dónde estaba el lavabo.

Por la tarde, los golpistas aparecieron ante la prensa. '¿Comprenden que han perpetrado un golpe de Estado? ¿Qué analogía les parece más exacta, la de 1917 o la de 1964?', preguntó la perodista Tatiana Málkina, que llevaba un angelical vestido de cuadritos para celebrar su 24º cumpleaños. Diez años más tarde, elegantemente vestida de negro, Málkina, hoy esposa de un alto funcionario financiero internacional, no recuerda la respuesta del 'pobre Yanáyev', pero sí sus manos temblorosas, que se interpretaron como un síntoma de la fragilidad de la conspiración. Yanáyev, que reside hoy en un piso de dos habitaciones y tiene una pensión de 1.500 rublos al mes, explica que temblaba por la responsabilidad de mentir sin tener todavía el certificado médico falso de la supuesta dolencia. El documento iba a prepararse 'por el bien' de Gorbachov, ya que le permitía 'mantenerse al margen' mientras los otros hacían el trabajo sucio.

Y podía haber sido bastante sucio si los oficiales de los grupos de operaciones especiales Alfa y Vimpel no se hubieran negado a emprender el asalto a la Casa Blanca que ya habían preparado, pero que nadie ordenó. Víctor Karpujin y Serguéi Goncharov, los jefes del grupo, se negaron a la 'operación militar' porque no consideraban su obligación de oficiales 'disparar sobre gente desarmada y abrir un corredor para los tanques'. Los mandos golpistas se dividieron sobre la necesidad de seguir o dar marcha atrás y parece que fue el mariscal Yázov quien, de forma unilateral, decidió sacar los tanques de Moscú y se resistió luego a las presiones de Kriuchkov, Shenin, Baklánov y Lukiánov.

Aquellos tres días, Gorbachov se paseó ostentosamente por la playa. Quería demostrar a los guardias fronterizos que le vigilaban desde el mar que no estaba enfermo y en alguno de los buques patrulla se llegó a madurar la idea de liberar al presidente. Su esposa Raísa temió hasta el último momento que los golpistas decidieran mostrar 'sobre el terreno' que Gorbachov estaba indispuesto, y que para ello le hicieran enfermar de verdad.

Yeltsin definió aquellos tres días como 'un acontecimiento planetario', pero las experiencias posteriores difuminaron los papeles de vencedores y vencidos y dividieron a los héroes del 91. En octubre de 1993, cuando Yeltsin se ensañó a cañonazos contra sus compañeros del 91, el escenario que todavía se llama plaza de la Rusia Libre fue contaminado por un enfrentamiento fratricida y un centenar de muertos. Los lugares se han desvirtuado y también las ideas. Después de octubre del 93, el presidente siguió mandando coronas de flores a las conmemoraciones anuales de la muerte de los tres primeros héroes de Rusia, pero oscuros funcionarios sustituyeron a las figuras de primera fila que acudieron a los primeros funerales. Este año, tanto el presidente Vladímir Putin como el alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, se han ido de vacaciones, y este último de forma bastante precipitada.

De la euforia del 91 queda poca cosa y el discurso sobre 'Rusia libre' ha cambiado incluso entre sus ideólogos. 'El golpe no debe ser juzgado con la mirada arrogante de los vencedores, sino elaborado individualmente. Hoy debemos pensar cuáles fueron los motivos de los golpistas para arriesgarse a parar la historia y ponerse en ridículo con su intento de restauración, y debemos ver en qué medida sus puntos de vista han mantenido su dinamismo y encontrado un terreno abonado en nuestro país durante estos años', me dice Guennadi Búrbulis, que fue el principal ideólogo de Yeltsin y que me recibe hoy en su despacho en la fundación Estrategia. 'A consecuencia de su actitud ante el golpe, capas enteras de la vida intelectual rusa, escritores rusos de la talla de Valentín Rasputin, Yuri Belov, Yuri Bóndarev, se vieron marginados de la democracia, y los demócratas, a su vez, resultaron insensibles socialmente y dogmáticos con otro signo'.

Búrbulis, hoy vicegobernador provincial en Nóvgorod, considera agosto de 1991 como el Chernóbil político del sistema soviético. 'Cuando pasó el encanto, resultó que muchos de los que se habían concentrado en la plaza de la Rusia Libre tenían diferentes ideas sobre el futuro', señala. Efectivamente, unos se transformaron en combatientes en las regiones secesionistas del Transdniéster (en Moldavia) y Abjasia (en Georgia), o en Serbia, otros abrazaron el nacionalismo ruso radical e incluso murieron luchando contra Yeltsin en el 93. Entre las varias asociaciones de 'defensores de la Casa Blanca' que se formaron está Zhivoe Kolzó, que ve agosto del 91 como el nacimiento del Estado democrático ruso. Konstantín Trúievzev, uno de los fundadores, afirma que una gran cantidad de chechenos ingresaron inicialmente en Zhivoe Kolzó. La leyenda cuenta que entre los defensores estaba el guerrillero Shamil Basáyev.

Las encuestas del Centro Estatal de Estudio de la Opinión Pública (Tsiom) muestran que el golpe no ha cristalizado como un suceso claro. Un 32% de los rusos no sabe aún si simpatizan más con el GKCHP (al que apoya un 12% ), o con sus adversarios (a los que respalda un 30%). Un 43% no sabe quién tenía razón, y un 45% considera aquellos sucesos como un episodio de lucha por el poder. Un 10% cree que Gorbachov estuvo entre los golpistas; un 43%, que Yeltsin aprovechó la confusión para tomar el poder, y un 13%, que actuó valientemente. Sólo el 17% cree que los rusos vivirían hoy peor si hubiera tenido éxito el GKCHP. Un 46%, en cambio, opina que vivirían mejor o como ahora.

Los demócratas del 91 entonan nuevas melodías. Búrbulis admite que 'la URSS se agotó desde dentro, pero el derrumbe tuvo lugar con una activa intervención externa'. 'La desgracia es que el occidente americanizado se siente indiscutible vencedor de la guerra fría y por ello son comprensibles los sentimientos de los ciudadanos rusos, y de parte de la élite, que experimenta complejo de inferioridad y trata de reanimar los tonos imperiales', afirma.

Búrbulis reprocha a Occidente el no haber elaborado un Plan Marshall para Rusia. Los reformistas del 91 expresaban 'una confianza sin fronteras ante los norteamericanos y una falta de distanciamiento práctico'. 'Ahora comprendemos que los norteamericanos hicieron todo para que no se diera la forma de cooperación ideal que permita a la economía rusa ponerse en pie', afirma.

Sobre agosto del 91 quedan aún muchas incógnitas. Esta semana, Gorbachov ha tenido que insistir en que realmente estuvo incomunicado en Forós. Curioso resulta, sin embargo, que, en privado, cercanos colaboradores del ex presidente divergen sobre este punto. Los miembros del GKCHP dicen que, para salvar el país, querían impedir la firma del Tratado de la Unión, prevista para el día 20, pero aquel tratado no tenía un sentido tan definitivo como el que pretenden darle hoy, ya que el proceso de desintegración de la URSS no dependía de un documento y posiblemente hubiera cristalizado de una u otra manera. Además, podría haber habido variantes peores. Según Serguéi Yushenkov, las repúblicas de la Unión hubieran podido formar estructuras de resistencia al GKCHP que, tarde o temprano, hubieran surgido también en Rusia, y esto hubiera podido acabar en un escenario yugoslavo de desintegración sangrienta de la URSS.

Desde el otoño de 1990 existían síntomas de la 'salida de las trincheras' de los defensores de la Unión Soviética. No está claro, sin embargo, si este estado de ánimo, que produjo la dimisión del ministro de Exteriores, Eduard Shevardnadze, en diciembre y los sangrientos sucesos de Vilnius en enero, se plasmó también en la organización de una conjura antes del 5 de agosto. En primavera, la rivalidad entre Gorbachov y Yeltsin había remitido gracias al proceso de Novo Ogoriovo, la villa donde los líderes de las repúblicas soviéticas elaboraban el nuevo Tratado de la Unión. Fue en Novo Ogoriovo donde Yeltsin, el líder de Kazajstán, Nursultán Nazarbáiev, y Gorbachov fueron escuchados por Kriuchkov mientras hablaban sobre los relevos de altos cargos que, de haberse llevado a cabo, hubieran dejado sin trabajo a la mayoría de los conspiradores. Cabe preguntarse cómo con tanta preparación psicológica, ambiental y técnica, el golpe se desmoronó con tanta facilidad. Los golpistas esperaban un líder y confiaban en que ese líder fuera Gorbachov. Tenían también la esperanza de llegar a un acuerdo con Yeltsin, posiblemente utilizando la animadversión del líder ruso por el presidente soviético, pero les fallaron ambas cosas.Rusia conmemora mañana el episodio más espectacular de la desintegración de la URSS y del comunismo soviético: la aventura golpista de los dirigentes del Kremlin, que mantuvieron en vilo al mundo durante tres días, desde la mañana del 19 de agosto de 1991, cuando la televisión despertó al país a los compases del Lago de los cisnes, hasta la madrugada del 22, cuando el presidente Mijaíl Gorbachov y su aterrorizada familia descendieron del avión que les traía a Moscú desde Crimea. Aquel preludio del fin del imperio, que el líder ruso Borís Yeltsin tan bien supo aprovechar, provoca hoy sentimientos confusos entre los rusos y no ha tenido para ellos el mismo carácter liberador que la caída del muro de Berlín para los alemanes.

A la memoria vuelven las tres noches en vela en el Parlamento ruso (la Casa Blanca), los jóvenes que arrastraban hierros hacia las barricadas, Yeltsin invitando a la resistencia desde lo alto de un tanque, las columnas de carros blindados apostadas en las avenidas, Mstislav Rostropóvich avanzando a oscuras por un largo pasillo. A la memoria vuelve la madrugada del 20 al 21 de agosto, el momento de mayor tensión. Luego vino el pánico en el kolzó (el anillo de circunvalación), cuando tres jóvenes murieron víctimas de un encontronazo con los tanques. Y al final, un mitin multitudinario y una efímera sensación de libertad.

Los golpistas no eran torpes aficionados. Desde el punto de vista técnico, el jefe del KGB, Vladímir Kriuchkov, y el ministro de Defensa, Dmitri Yázov, hicieron un extraordinario trabajo entre el 5 de agosto, un día después de que Gorbachov se marchara de vacaciones, y el 18 de aquel mes. Ese día, una delegación de los conspiradores, en la que figuraban el vicepresidente del Consejo de Defensa, Oleg Baklánov; el jefe de la cancillería de Gorbachov, Valeri Boldin; el secretario del Comité Central, Oleg Shenin, y el viceministro de Defensa, Valentín Varénnikov, volaron a Crimea para entrevistarse con el presidente. Doce eran los principales conjurados, pero sólo ocho de ellos, incluidos el vicepresidente Guennadi Yanáyev y el primer ministro Valentín Pávlov, constituyeron el llamado Comité Estatal del Estado de Excepción (GKCHP). Lukianov, presidente del Soviet Supremo y amigo de juventud de Gorbachov, se quedó fuera para maniobrar mejor, aunque ayudó a redactar los documentos que publicaron los golpistas. Yanáyev se incorporó a última hora y lo mismo sucedió con el ministro del Interior, Borís Pugo.

Los testimonios del acta de acusación de los golpistas muestran que en pocos días decenas de altos mandos del Ejército y del aparato de la seguridad del Estado fueron movilizados por todo el país. En la conjura, con distintos grados de implicación, estaba la cúspide del KGB y del Ministerio de Defensa, analistas de ambas instituciones que exploraban conjuntamente las posibles consecuencias de un estado de excepción, el jefe de las tropas de paracaidistas, Pável Grachov (que después sería ministro de Defensa con Yeltsin), los jefes de distintos departamentos del KGB y el jefe de las tropas del distrito militar de Moscú, entre otros. El Ministerio de Defensa había enviado enlaces a los jefes de los distritos militares, Kriuchkov había ordenado escuchar los teléfonos de Yeltsin, vigilar a los políticos que podían oponerse y hacer preparativos para arrestarlos a todos ellos y encerrarlos en diversas bases militares.

Cumpliendo órdenes de Kriuchkov, Viacheslav Generálov, responsable de la escolta del presidente, mandó cortar las líneas telefónicas a Gorbachov desde el avión en el que los golpistas viajaban rumbo a Crimea el 18 de agosto. Con ellos iba también un grupo especial de oficiales de comunicaciones que tenía la misión de aislar al presidente. Aquella misma tarde fueron movilizadas las brigadas de vigilancia marítima de las tropas fronterizas de la costa del mar Negro. Los golpistas bloquearon también el acceso de Gorbachov al botón nuclear, lo que, según su ex jefe de prensa Andréi Grachov, hoy profesor en París, dejó 'incontrolada' durante 73 horas la seguridad nacional de la URSS y el arsenal nuclear de la segunda superpotencia mundial.

Tras visitar a Gorbachov, Varénnikov reunió a los jefes de tres distritos militares (Kiev, Cáucaso del Norte y Transcarpatia), de la flota, de las tropas de misiles, de la artillería y de la infantería. A todos ellos les dijo que el presidente estaba enfermo y que Yanáyev le sustituiría. Mientras sus colegas regresaban a Moscú, Varénnikov partió hacia Kiev porque, según contó él mismo a esta corresponsal, temía que el movimiento nacionalista ucranio Ruj 'organizara un levantamiento que fuera una bomba para nosotros'. Y desde Kiev, en los días que siguieron, mandó incendiarios telegramas a sus compañeros exigiéndoles ser más expeditivos con Yeltsin. 'Me irritaban con su indecisión', dice el veterano oficial, que califica al GKCHP como un 'protoplasma' y a sus colegas como 'calzonazos'. 'No es que fueran incompetentes, sino inconsecuentes y débiles', asegura el único de los miembros del GKCHP que no aceptó ser amnistiado en febrero de 1994 y que posteriormente convirtió su juicio en un proceso contra Gorbachov.

De la conversación del 18 de agosto hay versiones diferentes. Los golpistas señalan que fue la culminación del trabajo que habían estado haciendo por encargo de Gorbachov para preparar el estado de excepción en diversas zonas del país. Gorbachov sitúa la visita de los huéspedes en otro plano más inquietante. Al despedirse, el presidente les llamó 'huevones', pero sus interlocutores, que interpretan a su modo las palabras del líder, no mencionan este detalle.

Tanto si Gorbachov les dio a entender que les daba luz verde para actuar como si no, el presidente no quiso acompañarles para dirigir el movimiento y los conjurados volvieron al Kremlin, donde les esperaban Kriuchkov, Yázov y Pávlov. Esa misma noche, los golpistas deberían haber contactado con Yeltsin, que regresaba de un viaje a Kazajstán. Pero el avión que llevaba al líder ruso, en contra de los planes de la conjura, no se desvió al aeropuerto militar donde tenía que ir a esperarle el primer ministro Pávlov. Sin sospechar lo que se estaba tramando, Yeltsin se marchó a su dacha de Arjánguelskoe. Allí, Kriuchkov había reforzado la vigilancia con varias decenas de agentes del grupo Alfa, que nunca recibieron la orden de detener al líder ruso, para la que estaban preparados. Kriuchkov explicó a esta corresponsal que Pávlov y Yázov tenían que haber ido a ver a Yeltsin a la dacha, pero que el primero se puso enfermo. A parecer, el jefe del Gobierno soviético se puso él mismo fuera de juego, al mezclar alcohol con pastillas para la tensión, y tuvo que ser hospitalizado.

En la madrugada del 19, los tanques habían entrado en Moscú, y sus mandos, entre ellos el general de paracaidistas Aleksandr Lébed, vigilaban el Parlamento, porque no habían recibido otra orden. Yeltsin obtuvo una victoria cuando el mayor Serguéi Evdokímov se pasó al lado ruso con 10 tanques. El diputado Serguéi Iushenkov, uno de los organizadores de la resistencia, sospecha que la nueva lealtad de Evdokímov pudo ser bien pragmática. Al entrar en la Casa Blanca, el oficial de la división de élite Tamánskaia, que llevaba horas en su carro blindado, preguntó ansiosamente dónde estaba el lavabo.

Por la tarde, los golpistas aparecieron ante la prensa. '¿Comprenden que han perpetrado un golpe de Estado? ¿Qué analogía les parece más exacta, la de 1917 o la de 1964?', preguntó la perodista Tatiana Málkina, que llevaba un angelical vestido de cuadritos para celebrar su 24º cumpleaños. Diez años más tarde, elegantemente vestida de negro, Málkina, hoy esposa de un alto funcionario financiero internacional, no recuerda la respuesta del 'pobre Yanáyev', pero sí sus manos temblorosas, que se interpretaron como un síntoma de la fragilidad de la conspiración. Yanáyev, que reside hoy en un piso de dos habitaciones y tiene una pensión de 1.500 rublos al mes, explica que temblaba por la responsabilidad de mentir sin tener todavía el certificado médico falso de la supuesta dolencia. El documento iba a prepararse 'por el bien' de Gorbachov, ya que le permitía 'mantenerse al margen' mientras los otros hacían el trabajo sucio.

Y podía haber sido bastante sucio si los oficiales de los grupos de operaciones especiales Alfa y Vimpel no se hubieran negado a emprender el asalto a la Casa Blanca que ya habían preparado, pero que nadie ordenó. Víctor Karpujin y Serguéi Goncharov, los jefes del grupo, se negaron a la 'operación militar' porque no consideraban su obligación de oficiales 'disparar sobre gente desarmada y abrir un corredor para los tanques'. Los mandos golpistas se dividieron sobre la necesidad de seguir o dar marcha atrás y parece que fue el mariscal Yázov quien, de forma unilateral, decidió sacar los tanques de Moscú y se resistió luego a las presiones de Kriuchkov, Shenin, Baklánov y Lukiánov.

Aquellos tres días, Gorbachov se paseó ostentosamente por la playa. Quería demostrar a los guardias fronterizos que le vigilaban desde el mar que no estaba enfermo y en alguno de los buques patrulla se llegó a madurar la idea de liberar al presidente. Su esposa Raísa temió hasta el último momento que los golpistas decidieran mostrar 'sobre el terreno' que Gorbachov estaba indispuesto, y que para ello le hicieran enfermar de verdad.

Yeltsin definió aquellos tres días como 'un acontecimiento planetario', pero las experiencias posteriores difuminaron los papeles de vencedores y vencidos y dividieron a los héroes del 91. En octubre de 1993, cuando Yeltsin se ensañó a cañonazos contra sus compañeros del 91, el escenario que todavía se llama plaza de la Rusia Libre fue contaminado por un enfrentamiento fratricida y un centenar de muertos. Los lugares se han desvirtuado y también las ideas. Después de octubre del 93, el presidente siguió mandando coronas de flores a las conmemoraciones anuales de la muerte de los tres primeros héroes de Rusia, pero oscuros funcionarios sustituyeron a las figuras de primera fila que acudieron a los primeros funerales. Este año, tanto el presidente Vladímir Putin como el alcalde de Moscú, Yuri Luzhkov, se han ido de vacaciones, y este último de forma bastante precipitada.

De la euforia del 91 queda poca cosa y el discurso sobre 'Rusia libre' ha cambiado incluso entre sus ideólogos. 'El golpe no debe ser juzgado con la mirada arrogante de los vencedores, sino elaborado individualmente. Hoy debemos pensar cuáles fueron los motivos de los golpistas para arriesgarse a parar la historia y ponerse en ridículo con su intento de restauración, y debemos ver en qué medida sus puntos de vista han mantenido su dinamismo y encontrado un terreno abonado en nuestro país durante estos años', me dice Guennadi Búrbulis, que fue el principal ideólogo de Yeltsin y que me recibe hoy en su despacho en la fundación Estrategia. 'A consecuencia de su actitud ante el golpe, capas enteras de la vida intelectual rusa, escritores rusos de la talla de Valentín Rasputin, Yuri Belov, Yuri Bóndarev, se vieron marginados de la democracia, y los demócratas, a su vez, resultaron insensibles socialmente y dogmáticos con otro signo'.

Búrbulis, hoy vicegobernador provincial en Nóvgorod, considera agosto de 1991 como el Chernóbil político del sistema soviético. 'Cuando pasó el encanto, resultó que muchos de los que se habían concentrado en la plaza de la Rusia Libre tenían diferentes ideas sobre el futuro', señala. Efectivamente, unos se transformaron en combatientes en las regiones secesionistas del Transdniéster (en Moldavia) y Abjasia (en Georgia), o en Serbia, otros abrazaron el nacionalismo ruso radical e incluso murieron luchando contra Yeltsin en el 93. Entre las varias asociaciones de 'defensores de la Casa Blanca' que se formaron está Zhivoe Kolzó, que ve agosto del 91 como el nacimiento del Estado democrático ruso. Konstantín Trúievzev, uno de los fundadores, afirma que una gran cantidad de chechenos ingresaron inicialmente en Zhivoe Kolzó. La leyenda cuenta que entre los defensores estaba el guerrillero Shamil Basáyev.

Las encuestas del Centro Estatal de Estudio de la Opinión Pública (Tsiom) muestran que el golpe no ha cristalizado como un suceso claro. Un 32% de los rusos no sabe aún si simpatizan más con el GKCHP (al que apoya un 12% ), o con sus adversarios (a los que respalda un 30%). Un 43% no sabe quién tenía razón, y un 45% considera aquellos sucesos como un episodio de lucha por el poder. Un 10% cree que Gorbachov estuvo entre los golpistas; un 43%, que Yeltsin aprovechó la confusión para tomar el poder, y un 13%, que actuó valientemente. Sólo el 17% cree que los rusos vivirían hoy peor si hubiera tenido éxito el GKCHP. Un 46%, en cambio, opina que vivirían mejor o como ahora.

Los demócratas del 91 entonan nuevas melodías. Búrbulis admite que 'la URSS se agotó desde dentro, pero el derrumbe tuvo lugar con una activa intervención externa'. 'La desgracia es que el occidente americanizado se siente indiscutible vencedor de la guerra fría y por ello son comprensibles los sentimientos de los ciudadanos rusos, y de parte de la élite, que experimenta complejo de inferioridad y trata de reanimar los tonos imperiales', afirma.

Búrbulis reprocha a Occidente el no haber elaborado un Plan Marshall para Rusia. Los reformistas del 91 expresaban 'una confianza sin fronteras ante los norteamericanos y una falta de distanciamiento práctico'. 'Ahora comprendemos que los norteamericanos hicieron todo para que no se diera la forma de cooperación ideal que permita a la economía rusa ponerse en pie', afirma.

Sobre agosto del 91 quedan aún muchas incógnitas. Esta semana, Gorbachov ha tenido que insistir en que realmente estuvo incomunicado en Forós. Curioso resulta, sin embargo, que, en privado, cercanos colaboradores del ex presidente divergen sobre este punto. Los miembros del GKCHP dicen que, para salvar el país, querían impedir la firma del Tratado de la Unión, prevista para el día 20, pero aquel tratado no tenía un sentido tan definitivo como el que pretenden darle hoy, ya que el proceso de desintegración de la URSS no dependía de un documento y posiblemente hubiera cristalizado de una u otra manera. Además, podría haber habido variantes peores. Según Serguéi Yushenkov, las repúblicas de la Unión hubieran podido formar estructuras de resistencia al GKCHP que, tarde o temprano, hubieran surgido también en Rusia, y esto hubiera podido acabar en un escenario yugoslavo de desintegración sangrienta de la URSS.

Desde el otoño de 1990 existían síntomas de la 'salida de las trincheras' de los defensores de la Unión Soviética. No está claro, sin embargo, si este estado de ánimo, que produjo la dimisión del ministro de Exteriores, Eduard Shevardnadze, en diciembre y los sangrientos sucesos de Vilnius en enero, se plasmó también en la organización de una conjura antes del 5 de agosto. En primavera, la rivalidad entre Gorbachov y Yeltsin había remitido gracias al proceso de Novo Ogoriovo, la villa donde los líderes de las repúblicas soviéticas elaboraban el nuevo Tratado de la Unión. Fue en Novo Ogoriovo donde Yeltsin, el líder de Kazajstán, Nursultán Nazarbáiev, y Gorbachov fueron escuchados por Kriuchkov mientras hablaban sobre los relevos de altos cargos que, de haberse llevado a cabo, hubieran dejado sin trabajo a la mayoría de los conspiradores. Cabe preguntarse cómo con tanta preparación psicológica, ambiental y técnica, el golpe se desmoronó con tanta facilidad. Los golpistas esperaban un líder y confiaban en que ese líder fuera Gorbachov. Tenían también la esperanza de llegar a un acuerdo con Yeltsin, posiblemente utilizando la animadversión del líder ruso por el presidente soviético, pero les fallaron ambas cosas.

La junta golpista ofrece una conferencia de prensa el 19 de agosto de 1991. De izquierda a derecha, Alexandr Tizyakov, presidente de las empresas públicas de la URSS; Vasili Starodubtsev, presidente del sindicato agrario; Borís Pugo, ministro del Interior; Guennadi Yanáyev, vicepresidente de la URSS, y Oleg Bakianov, vicepresidente del Consejo de Defensa.
La junta golpista ofrece una conferencia de prensa el 19 de agosto de 1991. De izquierda a derecha, Alexandr Tizyakov, presidente de las empresas públicas de la URSS; Vasili Starodubtsev, presidente del sindicato agrario; Borís Pugo, ministro del Interior; Guennadi Yanáyev, vicepresidente de la URSS, y Oleg Bakianov, vicepresidente del Consejo de Defensa.ASSOCIATED PRESS
Subido en un tanque, Borís Yeltsin se dirige a la multitud ante la Casa Blanca de Moscú el 19 de agosto de 1991.
Subido en un tanque, Borís Yeltsin se dirige a la multitud ante la Casa Blanca de Moscú el 19 de agosto de 1991.AP

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Pilar Bonet
Es periodista y analista. Durante 34 años fue corresponsal de EL PAÍS en la URSS, Rusia y espacio postsoviético.

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