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Columna
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Vecinos

A mi ordenador, esa ventana abierta al mundo entero (por suerte, la globalización también es esto), llegan a veces noticias inquietantes, fragmentos inconexos de realidades remotas. Son como los restos de un naufragio, astillados maderos que la marea deposita sobre la playa: ahora las olas los lamen con mansedumbre, pero proceden de un paroxismo de violencia. Hace algunas semanas arribó una de esas cartas náufragas. '¡Urgente!', gritaba el mensaje con gran profusión de interjecciones: '¡Moved cielo y tierra para salvar la vida de Kimy Pernia Domico!'. Y luego, con una elocuencia sencilla y conmovedora, como de angustiado recado entre vecinos, explicaba la historia de Kimy, un líder tradicional del pueblo Los Cabildos Mayores de los ríos Sinu y Verde, es decir, un indígena procedente de un lugar remotísimo con un nombre muy largo. Tuve que recorrer el mensaje hasta el final para enterarme de que esa pizca perdida de tierra está en Colombia.

Kimy fue raptado un sábado a las 6.20 P.M. Tres hombres armados lo abordaron y le obligaron a subirse a una motocicleta color blanco. Porque allí, en las comarcas míseras, secuestran a lomos de esos vehículos petardeantes. Kimy consiguió bajarse: no debe ser fácil raptar en motocicleta. Pero volvieron a agarrarlo y se lo llevaron. '¡Me cogieron!', gritaba Kimy mientras desaparecía. Mi ordenador no ha vuelto a recibir noticias de él. Me temo lo peor. Me siento como si hubiera sido testigo presencial de un asesinato.

El mundo tiene 6.000 millones de personas. Algunas, demasiadas, viven en el horror, y en este mundo cada vez más pequeño es imposible no sentirse implicado en su situación. Quiero decir que formamos parte del vecindario de Kimy. A él no le hemos sabido proteger, pero en otros casos lo hemos hecho mejor. Como con San San Nweh, la escritora birmana que llevaba siete años en una cárcel infecta por haber hablado con periodistas extranjeros. Reporteros Sin Fronteras la apadrinó, y la presión internacional ha conseguido que Nweh fuera liberada el miércoles pasado. La escritora está enferma y en las siniestras prisiones de Birmania todavía quedan 12 periodistas. Pero la liberación de San San es una buenísima noticia, y la prueba de que protestar sirve de algo.

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