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Tribuna:LA REFORMA DEL IRPF
Tribuna
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El impuesto lineal cabalga de nuevo

Hay que definir algunos elementos estructurales básicos del IRPF como el mínimo exento y las posibles deducciones en la cuota

La propuesta de reducir el IRPF a un tipo único lleva al autor a recordar anteriores propuestas y a advertir sobre su complejidad.

En el verano de 1986, la Universidad Internacional Menéndez Pelayo celebró un curso en Santander bajo el título Opciones fiscales de los años ochenta. Allí escuché por primera vez una encendida defensa a favor del llamado impuesto lineal por parte del profesor Fuentes Quintana, con el apoyo, en particular, de los profesores Lagares y González-Páramo. La propuesta, en esencia, consistía en aplicar un tipo único en el IRPF en lugar de una escala progresiva (24,5%, según Fuentes Quintana, y 23,16% o 22,64%, según González-Páramo), o bien dos tipos del 20% y el 30%, según Lagares; también se planteó la posibilidad de dos tipos del 20% y el 24%. Además de ello, desaparecerían prácticamente todas las complejas deducciones entonces existentes, sustituidas por otras mucho más simplificadas o por disminuciones de la base imponible. Estas propuestas quedaron suficientemente documentadas en aquel curso y fueron objeto de un artículo de M. Lagares en EL PAÍS (16 de agosto de 1986) bajo el significativo título Las exigencias del crecimiento económico y un estudio de J. M. González-Páramo publicado en Papeles de Economía Española (número 27, 1986). También en EL PAÍS aparecieron dos trabajos de F. Monteira y F. Peña, así como un editorial sobre el tema (19 de julio, 8 y 13 de septiembre del mismo año, respectivamente).

Cito estas publicaciones para que se vea que en unas semanas el impuesto lineal apareció con fuerza y con destacados valedores. La idea fue defendida con valentía intelectual a partir de un conocimiento profundo del comportamiento real del IRPF. Venía además apoyada en una obra, bien conocida por aquellos días, de los norteamericanos Hall y Rabushka (Low tax, simple tax, flat tax) y en el contexto de planteamientos intelectuales y políticos críticos de la época. Pero aquellas brillantes llamaradas no perduraron mucho tiempo y esta revolucionaria reforma del IRPF no se llevó a cabo ni volvió a preocupar especialmente en el mundo académico o político ni en los medios de comunicación, hasta que recientemente ha vuelto a surgir con fuerza como consecuencia de la propuesta formulada por J. Sevilla.

Un IRPF así concebido resulta, en principio, muy atractivo, puesto que estamos todos cansados de su complejidad como tal tributo progresivo, plagado de mecanismos que ajustan o limitan esa progresividad. Pero al mismo tiempo ése es el problema: la progresividad es un principio constitucional apoyado en sólidas razones económicas, jurídicas, sociales y políticas, bien respaldado por el Tribunal Constitucional. Y aunque ese principio se predica del sistema fiscal, y no de cada una de sus figuras (como demuestra la existencia de tributos proporcionales), el IRPF es, o debería ser, un instrumento básico para hacer efectiva una tributación progresiva.

Por ello, desde el primer momento, la discusión se centró en el efecto que tendría ese impuesto lineal en la progresividad del IRPF con el fin de disponer de este dato técnico como paso previo para la aceptación y formalización de esa reforma. Por mi parte llevé a cabo un estudio insertando las propuestas de Santander en la estadística del IRPF de 1983 y l984; los resultados constan en la revista Hacienda Pública Española (número 101, 1986) y en dos artículos aparecidos en EL PAÍS (25 de octubre y 1 de noviembre de 1986). Tal vez pueda ser de utilidad recordarlos ahora que la polémica se aviva de nuevo.

En primer lugar, aunque pueda sorprender, el resultado recaudatorio podría ser equivalente, porque, por un lado, la progresividad no produce tanto resultado como pudiera imaginarse, y por otro, a causa de la simplificación o desaparición de deducciones y reducciones de todo tipo. Ésta no es la cuestión; ni quienes temen perder una importante recaudación ni quienes desean disminuir significativamente la carga fiscal global deben poner sus esperanzas en el impuesto lineal, al menos si se mantiene en los límites de las hipótesis examinadas.

En segundo lugar, y como es lógico, el impuesto lineal altera la distribución de la carga por escalones de renta. La disminución del tipo produciría un inevitable ahorro fiscal en los niveles más altos de ingresos, lo cual es un objetivo declarado de esas propuestas, justificado ante todo por razones económicas y de lucha contra el fraude. Pero además de ello daría lugar a un incremento de carga para los contribuyentes con ingresos comprendidos entre 1-2,2 y 5-7 millones de pesetas, especialmente visible entre 600.000 y 5 millones de pesetas.

Insisto en que estos resultados se obtuvieron a partir de las hipótesis expuestas y de los datos estadísticos del IRPF en 1983 y 1984, que no están exentos de problemas. Además, el IRPF actual es distinto. Pero éstas hubieran sido las consecuencias reducidas a su contenido esencial.

¿Deben conducir estos datos al rechazo del impuesto lineal? Evidentemente, no. Basta con tocar los tipos o las deducciones para variar los resultados. Pero sí sirven de advertencia para constatar una premisa elemental de esa posible reforma: hay que contar con el efecto sobre la progresividad si queremos construir un tributo socialmente aceptable y justo conforme a los valores constitucionales, así como con la posible pérdida de diversos instrumentos o mecanismos del IRPF que articulan diversas políticas fiscales. Por ello hay que aclarar qué pasaría, por ejemplo, con la desgravación de la vivienda o con el régimen de los fondos de pensiones.

No se trata de sacralizar la progresividad actual del IRPF, que se apoya excesivamente en las rentas de trabajo en todos los países de la Unión Europea. Tampoco se trata de mantener su complejidad, a pesar de las simplificaciones aportadas por la nueva Ley 40/1998. Pero no deberíamos retroceder en los niveles de progresividad real o, si decidimos hacerlo, debemos ser conscientes del precio social de esa simplificación y de la posible renuncia a utilizar algunos mecanismos de este tributo que instrumentan una política fiscal propia de su actual configuración como impuesto personal progresivo.

Por supuesto, ésta es una perspectiva limitada. La decisión política es mucho más compleja y no debe reducirse a una mera cuestión técnica de comportamiento del tipo impositivo o de las distintas deducciones o bonificaciones. Animo, por tanto, a que se concreten las proposiciones en este reñido cortejo a los contribuyentes del IRPF; sólo así podremos valorar debidamente cómo podrían ser los datos estadísticos de un futuro impuesto lineal. Me uniré a sus defensores si las previsiones son convincentes.

Desde la primera ley de nuestra democracia, que fue una ley tributaria, los grupos políticos que han protagonizado en las dos últimas décadas las decisiones legislativas sobre los tributos y el reparto de la carga fiscal, y que han llevado nuestro sistema al nivel técnico y aceptación social de los países de la Unión Europea, han dado prueba de saber dirigir esta maquinaria estatal. También tiene defectos visibles. Por ello vamos perfeccionándola mediante sucesivas reformas. Estemos, pues, abiertos a las futuras, a las que sólo tenemos que exigir la calidad técnica, la coherencia, el buen sentido político y el aseguramiento de la Hacienda tan difícilmente conseguido.

Hablemos, pues, del impuesto lineal y concretemos las ideas. No es suficiente con insistir en el tipo único; hay que definir paralelamente algunos elementos estructurales básicos del IRPF, desde el mínimo exento hasta las posibles deducciones en la cuota, con el fin de que podamos valorar cómo sería su comportamiento real y, como es evidente, también habrá que atender a su resultado recaudatorio, puesto que estamos ante una pieza clave en la financiación de nuestro Estado.

Javier Lasarte es catedrático de Derecho Financiero y Tributario de la Universidad Pablo de Olavide, de Sevilla.

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