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Columna
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¿Desarraigo?

Pasé los tres primeros años de mi vida en Barcelona, donde nací y donde, según Freud, se formó mi personalidad. A decir verdad, no conozco este último dato por lectura directa, sino que lo he visto citado al menos un par de veces, en passant. Me pregunto si estas fuentes estaban bien informadas o si leyeron mal a Freud. Tres años, los tres primeros de una vida, dejarán su impronta, pero se me antojan pocos años para forjar algo. Como fuere. Lo que sí sé es que mi preadolescencia, mi adolescencia y parte de mi primera juventud las viví en una industriosa ciudad alicantina cuyo recuerdo es para mí carámbano y es volcán.

Me ficharon en plena adolescencia y a partir de entonces y hasta mi huida, la vida se me hizo difícil. Alegaban que yo era rojo y corruptor de la moral y de las buenas costumbres. Tal como ellos las entendían, naturalmente; pues fuera del régimen no había moral ni buenas costumbres ni nada que no fuera urdimbre satánica. En el credo figuraban nociones tales como que los alemanes eran todos superhombres, el comunismo y los rusos ralea nefanda y atea, Francia, desenfreno y miseria, un gran burdel. En cuanto a Inglaterra -como solían llamar ellos al Reino Unido- tenía que admirarla uno clandestinamente so pena de caerse con todo el equipo. Mis paisanos tenían la herida abierta de la Invencible y creían a pies juntillas la versión oficial que en su día ofreciera Felipe II. La tormenta, que no los ingleses, había hundido la Armada. En fin, a los británicos (ingleses entonces) les llamaban mis paisanos más comedidos, hijos de la Gran Bretaña. Todavía hay algunos que lo dicen así.

Con todo, lo que más me irritaba de mi gente era el chovinismo. De España podían decirse perrerías, para concluir, no obstante, que era el mejor país del mundo y nuestra ciudad la mejor de España. Y eso podía decírtelo el tejedor manual del telar de al lado (también yo fui tejedor un tiempo) con toda su hambre a cuestas y sus catorce a dieciséis horas de labor a destajo, sábados incluidos. Todo eso sin detrimento de que en aquellos durísimos años el régimen fuera odiado por la gran mayoría de sus víctimas. Emigré y en mis breves viajes de vuelta, amigos y conocidos me coaccionaban. Querían que confesara que por esos mundos se comía mal, que la vida era aburrida, que no había tertulias ni tapas ni vinos, ni un sol clemente, ni, sobre todo, mujeres comparables a las nuestras. (Admito que en mi ciudad de adopción había muchas chicas guapas, pero allí nadie se comía una rosca ni la mitad de la mitad; plaza arriba, plaza abajo, ellos y ellas se miraban una y otra vez con toda la angustia del deseo sin esperanza). Ello no obstaba para que aquellas gentes, las de gallinero y las de butaca, se quedaran extasiadas ante cualquier filme estadounidense puesto a punto por la tijera del censor.

Pero estamos cambiando. Toda sociedad está siempre en proceso de cambio, pero lo que hoy nos distingue es el ritmo del mismo. Acaso en el exilio de la vejez es donde mejor se observan los efectos del fenómeno. Ancianos hay exasperadamente irreductibles, otros son un mazo de tragicómicas contradicciones, unos terceros pugnan absurdamente con el reloj de sus respectivas historias para montarse a lomos del Clavileño de la juventud. Ahora se pretende que aprendan a manejarse con Internet, tiro en la nuca a la soledad, según el psiquiatra Rojas Marcos. Al parecer, la muerte está tan muerta y enterrada como doña madama Roanza. Aquí en la Comunidad Valenciana, el profesor Andrés Piqueras dice que más allá de unos rasgos folclóricos, los valencianos carecemos de conciencia colectiva. Por su parte, los profesores Ariño y Ferrando nos informan de que aquí hay mucho españolismo y mucho valencianismo, aparte de un tanto por ciento menor de valencianismo y otro tanto por ciento de españolismo a secas. Es un estudio serio que, sin embargo, omite un factor esencial, pero indescifrable, pues habría que conocer a fondo a todos y cada uno de los valencianos y cuando llegáramos al último el ritmo de cambio habría anulado el valor de la estadística. ¿Cuán hondo calan el valencianismo y el españolismo en el sujeto? He ahí el meollo de la cuestión. La anchura apenas dice nada, la profundidad, casi todo. Es la hondura del sentimiento lo que, en definitiva, da la medida del grado de arraigo o desarraigo del sujeto en relación con su entorno. Yo diría, sin mentir, que me siento valenciano, que me siento español, que me siento europeo e incluso estadounidense o al menos, de Nueva York y de Filadelfia. Pero sobre todo eso, me siento a mí mismo, libre y solitario sin redención.

Permita el lector que, sin el menor ánimo de reincidir, me cite a mí mismo: 'La exaltación febril del individuo conduce, paradójicamente, a una destrucción de la individualidad. Pues se nos quiere individualizar para nadie, siendo así que el individuo no tiene sentido si no es con alguien'. El individualismo es una buena idea mal llevada a la práctica. Opino que está en lo cierto Erich Fromm cuando afirma que gran mérito del capitalismo es haber creado al individuo y gran demérito el haberlo creado torcido. Cada día hay más personas que siendo individualistas son a la vez masa amorfa, dispersa y, por lo tanto, manipulable. Cada día hay más gente que ama lo abstracto, lo cual está muy bien, en detrimento de lo concreto, lo cual está muy mal. Gente que se cree libre cuando es esclava del mercado. Gente que, en general, tiene multitud de amigos sin tener a uno solo en particular. El reservoir de afectividad no es inagotable, no admite dispendios ni siquiera en el ámbito más íntimo, el familiar. El padre que tiene diez hijos no puede darles a todos el mismo amor que el padre que sólo tiene dos. Quien va de mujer en mujer es quien menos conoce a la mujer. Etcétera.

Nada más próximo al estrangulamiento que el abrazo, escribió Ortega. El creciente apego al municipio del que nos hablan Ariño y Ferrando, encierra una trampa mortal. El barrio existe y florece, pero como proyección de un mercado único y de medios subsidiarios, como Internet y la televisión. Los híbridos le valen a un futuro del que sólo conocemos los dolores del parto.

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Manuel Lloris es doctor en Filosofía y Letras.

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