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La paranoia y otras perversiones

En la semana de San Isidro, el señor Clinton, ex presidente de los Estados Unidos, visitó Madrid, donde pronunció una conferencia, invitado por un grupo de empresarios capaces de pagar el alto caché que todos los ex presidentes norteamericanos suelen cobrar por ese tipo de charlas. Los organizadores pensaban invitar, entre otros, a Felipe González, pero el veto del Gobierno les hizo desistir. Clinton, que se reunió el día siguiente con González en la Embajada norteamericana, se extrañó de no haberlo visto en la conferencia y éste hubo de aclararle que no fue invitado a ella como consecuencia del veto que el Gobierno había ejercido contra su persona.

Pero llueve sobre mojado; meses atrás, un grupo de empresas españolas que operan en Latinoamérica proyectó crear una fundación sin ánimo de lucro y sus promotores pensaron que en el patronato deberían estar los tres ex presidentes (Suárez, Calvo Sotelo y González). El Gobierno de Aznar, al que, lógicamente, se consultó, se opuso a la presencia de Felipe González y desaparecieron del patronato los tres ex presidentes. Toda una visión de Estado, amplia y generosa.

En los múltiples foros latinoamericanos a los que es llamado González, la presencia del Gobierno español, por propia decisión, brilla, pero por ausencia. Con el cúmulo de oficiosidades perpetradas desde el entorno de La Moncloa (es lógico suponer que a impulsos del actual inquilino) para ningunear a González en sus presencias públicas dentro y fuera de España, se podrían escribir varios tomos de letra apretada.

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La obsesión aznariana por González tiene ya larga data. Un rencor fruto del resentimiento que no será glosado ni por un Shakespeare ni por un Marañón; si acaso, por un Muñoz Seca y al aire de La venganza de Don Mendo.

La cuestión, sin embargo, trasciende el ámbito de las fobias personales para entrar de lleno en el terreno de la convivencia democrática, que nos habla de adversarios y reniega del concepto de 'enemigo'. Es, además y por supuesto, una cuestión de estilo. Un estilo que, como escribiera Diderot, define al hombre y, en este desgraciado caso, también a toda su política. El actual presidente del Gobierno español y su corte de jaleadores en traílla, mediáticos y publicitarios, siempre obsecuentes, jamás han sabido distinguir entre uno y otro, entre el adversario político y el enemigo a eliminar.

En estas circunstancias belicosas, basta con que Felipe González exprese cualquier opinión sobre el mar o los peces para que se tergiversen y manipulen sus palabras hasta extremos caricaturales e infames, para luego, vestido el maniqueo, echarse sobre su persona perruna y rabiosamente. Un espectáculo (el último a propósito del homenaje a Ernest Lluch en Barcelona) indigno de un país democrático y pacífico en el cual la palabra no debiera usarse como ariete, sino como vehículo de comunicación, incluso en el disenso.

No es la controversia política lo que se busca con esta maniática persecución, es otro el objetivo: la muerte civil del adversario, previamente transformado en enemigo. Una anomalía más a sumar a tantas como nos ha traído el PP gobernante. Porque la convivencia democrática ha de atenerse a las reglas, algunas escritas en las leyes, otras no, pero todas de obligado cumplimiento. Traicionarlas introduce perversiones que tienen un costo social elevadísimo. El poder político adquirido en las urnas ha de ejercerse en plaza pública y no es lícito aprovecharse de él para, mediante operaciones bajo cuerda, con amenazas veladas o explícitas, torcerles la mano a los miembros de esa 'sociedad civil', a la que tanto se halaga, para que tomen decisiones a gusto de quien, coyunturalmente, ejerce el poder ejecutivo, ya sea para comprar y utilizar medios de comunicación, ya sea para presionar insoportablemente voluntades, cuya autonomía protegen el buen sentido y las leyes, en beneficio político propio. Sin estar escrito en las estrellas, otra regla señala que quien ha sido presidente del Gobierno merece consideración y deferencia, se esté o no de acuerdo con la acción política que éste haya realizado o realice.

Esta persecución, tanta lanzada, serán, sin duda, consecuencia de un odio, en cuyo interior ha de latir el miedo y la inseguridad, nacidos de algún complejo mal resuelto. Una pulsión vengativa capaz de envenenar cualquier relación personal y que, en el espacio público, se convierte en un mal colectivo.

Sufrimos, todos, un problema de agresividad fomentada desde el poder Ejecutivo y jaleada por quienes lo apoyan desde los medios, públicos y privados, donde la independencia profesional, en lo que se refiere a la sedicente información política, hace tiempo que dio paso a la militancia, a la tergiversación y a la mentira. Un caldo de cultivo parcial, cerrado y peligroso, cuyos ancestros pueden rastrearse en la prensa sectaria de los años treinta, la cual, en circunstancias mucho más angustiosas que las de hoy, ayudó en toda Europa a que se produjera el choque de trenes y la tragedia consiguiente. Los principios informativos y los códigos deontológicos, asumidos por la prensa democrática después de la Segunda Guerra, parecen destinados en España a ser enterrados bajo la losa del olvido.

Porque, ésa es otra, se nos fuerza también, alternativamente, a la amnesia y a la tergiversación histórica. Desde Felipe II a nuestros días, pasando por Cánovas y por Azaña, todo lo sucedido en España, según la versión que se quiere imponer, estaba destinado a este final feliz del Gobierno actual, síntesis de todas las buenas ideas del pasado y del presente sin mácula de las malas.

No es extraño que quien se niega a recordar (y a que se le recuerde) su pasado inmediato, quiera escribir a su gusto una Historia inventada. Aspire al adanismo fundacional, cuyo ayer (los gobiernos socialistas) no está compuesto sino de tinieblas. Un embuste que en manos de los embaucadores pretende imponerse por el procedimiento de la repetición y la mordaza sobre el discrepante. Todos tenemos un pasado individual y colectivo, y la obligación de asumirlo y, en su caso, defenderlo con decencia intelectual.

No se trata tan sólo de vindicar unos hechos y unas personas, cuya dignidad pública es fácilmente comprobable; también conviene llamar la atención acerca de las palabras, cuyo mal uso las vuelve estériles, cuando no belicosas. Al fin y al cabo, todas las perversiones políticas que en el mundo han sidocomenzaron con otra perversión originaria. La de las palabras. Una sociedad que renuncia al verbo como doble instrumento para comunicarse y para buscar la verdad está abocada a caer en manos de cualquier demagogo.

La izquierda, ahora en la oposición, y los intelectuales, cualquiera que sea el grupo humano que pueda acogerse bajo un concepto tan lábil, tienen, entre otras y a mi juicio, la obligación moral y política de no achantarse, de resistir estos embates sectarios y reclamar (trabajando) unas relaciones entre grupos y entre personas que no se vean permanentemente contaminadas bajo el abuso de una fuerza para la cual, tantas veces, la razón poco importa.

La conveniencia o el miedo a ser despellejado sin posibilidad de defensa mediante el abuso avasallador de los palmeros gubernamentales no deben ser suficiente argumento para refugiarse en el silencio. Un silencio que se quiere imponer redactando la agenda pública y decretando lo que es 'políticamente correcto'. Ya se escribió hace siglos, pero conviene recordarlo, aunque resulte algo retórico: 'Que el corazón entero y generoso / al caso adverso inclinará la frente / antes que la rodilla al poderoso'.

Joaquín Leguina es diputado socialista y estadístico.

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