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LA CRÓNICA
Columna
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La vida es una tómbola quemada

En Barcelona hay calles como capadas, que empiezan y de pronto se acaban abruptamente. Las mejores son las del Eixample porque tienen esperanza: algún día existirán. El plan del Eixample era así de grandioso. Le ponía puertas al campo: el llano de Barcelona, parceladito con sus bonitos exágonos. Y se iban construyendo fincas en espacios abiertos. A veces de la manera más absurda.

La Vanguardia del viernes 8 de enero de 1909 informaba a sus lectores sobre el pleno municipal del día anterior. Entre otros muchos temas, un concejal de la oposición criticaba las fabulosas cantidades 'que invierte el Ayuntamiento en la apertura y urbanización de calles en puntos donde solo existen edificaciones aisladas y que a pesar de ello están adoquinadas e iluminadas, cuando hay muchas otras pobladas que no tienen nada...'. He aquí: poner adoquines a las eras. Poner alumbrado público donde solo había huertos y campamentos de gitanos. Fabuloso. Pues bien, esta situación de ciudad a medio construir aún era bien visible hasta hace poco en Poblenou. Y si se busca, todavía puede encontrarse: los gitanos continúan acampando.

Cierta situación de ciudad a medio construir era aún bien visible hasta hace poco en Poblenou. Y si se busca, todavía puede encontrarse

Ahora se trata de camionetas, furgonetas, caravanas tiradas por coches de las más variadas matrículas. Y las calles, que de golpe se cierran, pero tienen unos chaflanes primorosamente dibujados por las fincas esquineras. Hace poco paseaba por uno de esos chaflanes, el de Bolívia con Ciutat de Granada. Al lado del solar donde se construirá el rascacielos gigante con forma de pepino. Los gitanos estaban unos metros más abajo, en la calle de Tànger. Sí, señoras y señores, existe una calle de Tànger en Barcelona. Y, ¡oh, sorpresa!, es la continuación natural de la de Alí Bei, al otro lado de la Meridiana... Pues bien, en la calle de Tànger me encontré una caravana incendiada. Y esparcidos, dentro y alrededor, sus restos. Aún olía a chamuscado, pero esa calle, muerta porque no vive casi nadie en su primer tramo, tenía en aquel momento la vida que le daban mil seres quemados esparcidos por la calzada y la acera: ositos, elefantes, patos lucas, triceratops de goma, pistolitas, batmans, cerditos hucha, incluso bicicletillas de plástico engañaniños. Empecé a husmear. En el interior había restos de otra vida: zapatos desparejados, vestidos rasgados, sillas rotas y carbonizadas, una tele de 14 pulgadas con la antena de cuernos medio fundida, una antigua palangana devenida arte conceptual por causa del fuego, tres páginas quemadas de un ¡Hola!, unos apliques con sus correspondientes bombillas (ahumadas, pero firmes). No había donde saquear, oigan.

Ya me iba cuando lo vi: un pedazo de cartulina azul con los bordes chamuscados. Escrito con rotulador negro de punta gorda, un mensaje cifrado: 'Elefante con cola, 4 puntos, Batman, 5; Bubbs (sic) Bunny, 5; Demonio de Tazmania (sic) peq. 5; mediano, 6; Silvestre, 5; Pato Lucas, 6; Speddi Ganzalez (sic), 5; Oso tambor, 3; Oso cocacola, 4; Mono boxeo, 7; Pato con sombrero, 5'. Todo un mundo de luz y de color me vino encima en un segundo: era una tómbola. O por lo menos, había sido la vivienda de alguien que poseía una tómbola. Ahora era una mierda sola y quemada en medio de una calle donde no hay nadie y donde el Ayuntamiento instala vallas a todo lo largo para que no puedan aparcar otras furgonetas y caravanas de gitanos. El Ayuntamiento piensa: 'No podrán aparcar y no se quedarán porque, si lo hiciesen, obstruirían el paso'. Ellos piensan: 'No podemos aparcar, pero aparcamos igual porque por aquí no pasa nadie'. Como máximo, la chica que hace prácticas con el coche de su padre porque se tiene que sacar el carnet y le han dicho que por esta zona no hay circulación ni guardias vigilando. Me fui hasta una de las furgonetas aparcadas donde no debían. Estaban contentos, las vallas metálicas del Ayuntamiento les iban de perlas para tender la ropa. Era la esquina de Tànger con Llacuna. Una pareja de gitanos jóvenes se preparaban para comer tranquilamente en la acera al amparo de su vehículo: mesita y dos sillas de cámping. El hombre sentado, mirando. La mujer, luchando con una olla hirviendo en un hornillo de gas montado sobre unos ladrillos. Un niño de unos tres años, pulcro y serio, jugaba en el suelo con unos soldaditos desfigurados, fundidos en parte por el fuego, ennegrecidos. Restos de la tómbola, pero jugaba. Me animé y les pregunté qué había pasado con la caravana incendiada. El gitano joven me miró, sorprendido. Cuando vio que sólo era un payo más pringado que otra cosa me respondió: 'Se quemó'. 'Eso es evidente', dije, 'pero ¿cómo?'. Y él repitió: 'Se quemó'. Para qué quieren saber más. Las cosas son así: se quemó, y ellos, en cuanto hayan comido, se van. Y punto. Bajo las ruedas de la furgoneta asomaba un capazo con tres perritos empapados, recién nacidos; la madre andaría cerca.

No me atreví a continuar caminando por la acera. Era como atravesar la salita de estar de unos particulares, como si alguien se te metiera en el comedor en pleno Telenotícies migdia, te diera los buenos días, pasara ante ti y desapareciera por la puerta del balcón.

Por pudor, bajé de la acera, rodeé la furgoneta y continué mi camino. Todos juntos en unión hacia el 2004. Felicité mentalmente al mono boxeador.

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