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Duelo y política

Asociamos el duelo político a los crespones negros en balcones municipales tras un atentado terrorista, pero es mucho más que eso. Es la cara oculta y vergonzante de la vida política que irrumpe en la vida pública cuando al olvido de ese costado siniestro de la historia se suma algún desaire por parte del poder.

No hace muchas fechas, un grupo de intelectuales colombianos firmaban una declaración en protesta por la complicidad del Gobierno español con la Union Europea, empeñada en ver tras cada colombiano un agente sospechoso de narcotráfico. Se les veía dolidos porque sentían esta tierra como propia. Lo insólito era esta consideración, a modo de argumento exigente: 'Somos los hijos o los nietos de los esclavos y de los siervos injustamente sometidos por España'. No se suelen decir ya estas cosas. De repente se recordaba a la vieja colonia que tiene una deuda pendiente con su pasado. La democracia española será todo lo joven que quiera, pero, eso le recuerdan los fimantes, no puede quitarse de encima el carácter de poscolonial.

El pasado colonial evoca violencia política, religiosa y lingüística. Y esto no era cosa de los malvados encomenderos, sino que salía de la boca de los hombres más humanistas, ilustrados o modernos de aquel tiempo. Por ejemplo, Ginés de Sepúlveda, que lo tenía muy claro: 'A estos bárbaros, violadores de la naturaleza, blasfemos, idólatras, sostengo que no sólo se los puede invitar, sino también compeler para que, recibiendo el imperio de los cristianos, oigan a los apóstoles que les anuncian el evangelio'. De esa historia común a españoles e indígenas americanos se han hecho dos lecturas: el vencedor la presenta como una obra de modernización y generosidad pues, por darles, les dimos la fe y la lengua. No parece que el reciente discurso del Rey, en la entrega del Premio Cervantes, haya escapado a este triunfalismo cuando dice que 'nunca fue la nuestra lengua de imposición, sino de encuentro'. En el zócalo de la Ciudad de México se visualiza bien cómo fue la transmisión cultural española: con las piedras del templo mayor se construyó la catedral. El látigo simbolizaba la traducción lingüística. La otra lectura es luctuosa, como consta en los relatos aztecas de la conquista, recogidos pacientemente por Bernardino de Sahagún: 'Hay juntas, hay discursiones, se forman corrillos, hay llanto, se hace largo llanto, se llora por los otros. Van con la cabeza caída, andan cabizbajos. Entre llanto se saludan, se lloran unos a otros al saludarse'. Los vencidos viven la historia como un duelo.

La referencia a América es sólo una anécdota. La categoría es que no hay un solo documento de cultura que no lo sea también de barbarie. El progreso tiene un colosal costo humano que asumimos sin pestañear. No hay más que ver las reacciones ciudadanas a los muertos en las carreteras o la tranquilidad con la que decimos o justificamos que el precio de la transición política era el borrón y cuenta nueva. Se oculta y reprime la barbarie para que el progreso siga. Hemos llegado a un punto de desarrollo tecnocientífico tan colosal que ya el hombre no es siquiera capaz de imaginar, no digo de conocer, el peligro que corre. Atrás quedan los viejos buenos tiempos en los que se fabricaban armas para hacer la guerra; ahora se hace la guerra porque se fabrican armas que deben usarse porque tienen plazo de caducidad.

Como este olvido es duro de digerir, la democracia se ha inventado un andamiaje ideológico para que toda esa violencia política no haga la vida imposible a los votantes actuales. Por eso nos decimos a nosotros mismos que la democracia es un asunto de aquí y de ahora, no de antes y de otro sitio. La política tiene una acotación temporal y espacial. Para protegerse del pasado, el derecho político ha creado la genial figura de la prescripción, de suerte que los crímenes caducan, igual que los embutidos. La delimitación espacial la garantiza la figura del Estado que es un territorio que asegura el bienestar o los derechos humanos sólo de los que han nacido en él.

Gracias a esta fidelidad a los intereses de sus votantes, la democracia se puede presentar engalanada de candidez: no le incumbe el pasado y no va con ella lo que ocurra fuera de su territorio. Afortunadamente estamos asistiendo al cuarteo de esta ingenua inocencia. El juicio a Pinochet o el Tribunal Internacional de La Haya están abriendo una brecha a la universalidad espacial: el crimen puede ser perseguido fuera del Estado, territorio hasta ahora inviolable e impermeable a lo que no fuera justicia doméstica. Es desde luego un primer y muy modesto paso pues lo que estos procesos revelan es la competencia internacional en el castigo del crimen, pero no la propia responsabilidad en los crímenes de otros.

Donde, sin embargo, la inocencia democrática se siente fuerte es en relación al pasado. ¡Sólo faltaba que España tuviera que abrir la mano a jóvenes colombianos nietos de abuelos esclavizados por la corona española! La democracia se siente segura en su rechazo pues tiene la complicidad de todos los saberes modernos. ¿No decía el filósofo Nietzsche que para vivir hay que olvidar?, pues eso. No se conoce, por otro lado, una sola teoría de la justicia que vincule lo justo con dar cuenta hoy de injusticias cometidas hace cuatro siglos. Y a ver quién se atreve a colocar en sujetos muertos hace cientos de años derechos con vigencia actual. Ni la política, ni el derecho ni la justicia avalan tamaña desmesura. Y, sin embargo, eso es lo que parece están planteando Gabriel García Márquez y demás firmantes colombianos. Llaman a la puerta y no sólo protestan contra un visado discrimanador que no les deja entrar un una tierra que sienten como propia, sino que además presentan al actual Estado español una factura pendiente.

Tienen todo en contra, salvo la memoria, que siempre es peligrosa. Desde el juicio de Núremberg a los criminales nazis, hemos asumido que hay crímenes -los crímenes contra la humanidad- que no prescriben. Mientras alguien recuerde uno de esos crímenes no se clausurará el pasado; es decir, estará de alguna manera vigente.

Podemos archivar muchos de los guiños presentes al pasado en el cajón de modas perecederas. Lo que resulta más desestabilizador, sin embargo, son los saltos del pasado al presente, así, sin invitación previa. Anteayer fueron los 'hijos y nietos de los esclavos', ayer vasco y catalanoparlantes que no olvidan, mañana serán descendientes de exiliados que nos recordarán las injusticias que han tenido que silenciarse para que a nosotros no nos vaya mal. ¿Cuánto tiempo podrá aguantar aún esta política del aquí y ahora? Por supuesto que a la política no hay quien la quite el brillo y la erótica por aquello del poder, pero la democracia difícilmente podrá ocultarse ya a la dimensión luctuosa que conlleva la conquista y el ejercicio del poder.

Reyes Mate es profesor de investigación en el Instituto de Filosofía del CSIC.

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