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Tribuna:CASO LIAÑO
Tribuna
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¿Conflictos jurisdiccionales?

A raíz de la ejecución del polémico indulto al ex juez Javier Gómez de Liaño -tema sobre el que no vamos a entrar aquí- se ha puesto sobre el tapete una de esas instituciones que son desconocidas al gran público; en general, nunca dan que hablar más allá de los círculos técnicos.

Ahora, en cambio, con un asunto de la magnitud política y mediática al que nos hemos referido, la Sala de Conflictos Jurisdiccionales, no integrada en el Poder Judicial, va a convertirse en protagonista de primera página y, por tanto, pasto de comentarios, incluso fundados, emitidos por tirios y troyanos. Sea como fuere, entremos en materia. Forma parte de una tradición jurídica española, rematada en todos los sentidos, como no es infrecuente por el franquismo, un entendimiento subordinado del ahora llamado constitucionalmente Poder Judicial a los demás poderes del Estado, especialmente al Poder Ejecutivo, tout court, el Poder. La influencia francesa no es ajena a este planteamiento que tanto conviene a lo que eufemísticamente podríamos denominar zonas inmunes de poder, es decir, inmunes al control judicial.

En un sistema jurídico-político policéntrico no es de extrañar que existan fricciones entre los diversos titulares de poderes y potestades públicas en el ejercicio de sus misiones y funciones. Estos conflictos, en absoluto patológicos, sino sanos, por inherentes al sistema, ocurren todos los días y se solucionan mediante mecanismos más o menos complejos.

La cosa se complica cuando el conflicto lo es entre las cúspides de los poderes; puede llegar a tener lugar un auténtico choque de trenes y, por ello, el ordenamiento ha previsto mecanismos racionales de solución de tales desencuentros.

Cuando los conflictos jurisdiccionales -denominación desacertada- tienen lugar entre organismos constitucionales se encarga de dilucidarlos el Tribunal Constitucional en un procedimiento previsto ad hoc. Así, los órganos que pueden entrar en conflicto según esta normativa son, dejando de lado los derivados de la organización territorial del Estado, los que se entablen entre ellos sólo en cuanto órganos constitucionales: el Gobierno central, el Congreso de los Diputados, el Senado y el Consejo General del Poder Judicial. Recuérdese que este último es el órgano de gobierno del Poder Judicial, pero no el titular de ese poder; éste se ejerce por cada uno de los jueces y tribunales que existen en España.

Así las cosas, los jueces y magistrados, pese a integrar un poder del Estado, no pueden ver cuestionadas sus competencias, que son, de acuerdo a la Constitución, las de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado en todo tipo de procesos. Por ello, el artículo 118 de la Magna Carta impone la obligación que incumbe a todos de cumplir con lo decretado en las resoluciones judiciales firmes, prestando a aquéllos el auxilio que requiera la ejecución de tales resoluciones; obligación que concreta el artículo 17.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ). Siendo éste el diseño de las normas superiores, a raíz del caso, valga la expresión, de autos, el Gobierno central ha requerido de incompetencia, por entender invadidas sus competencias, a la Sala Segunda del Tribual Supremo, dado que éste ha dado cumplimento al indulto que está en la base del nudo gordiano, sin atender el diktatt gubernamental y ciñéndose al Código Penal, a la Ley de Enjuiciamiento Criminal, a la Ley del Indulto y a la propia Constitución.

El Gobierno basa su requerimiento en el artículo 38 de la LOPJ. Sin embargo, no parece este precepto aplicable. Este precepto hace referencia a los conflictos que surjan entre los órganos judiciales y la Administración. Llamativas son a este respecto un par de cuestiones. La primera es que los titulares del conflicto son los tribunales y la Administración; no aquéllos y el Poder Ejecutivo. Éste, al Poder Judicial no le puede regatear una sola de sus competencias; ello vulneraría la división de poderes. Y nadie podrá negar que el ejercicio del derecho de gracia, aunque formalmente residenciado en la Corona, es una prerrogativa claramente política, no sujeta en absoluto a criterios de la Administración; o lo que es lo mismo: irrevisable judicialmente. Exclusivamente cabrá determinar por el órgano sentenciador si tal indulto se ha ejercicio conforme marca la ley que regula dicha institución jurídica. No menos llamativo resulta el que a la pluralidad de órganos judiciales se enfrente un solo sujeto reclamante de competencias: la Administración. Sabidas y justificadas son tanto la personalidad jurídica única de la misma como la dispersión del Poder Judicial. Ello ratifica, más allá del aspecto meramente lingüístico, el que no estamos, de la mano del mencionado artículo 38 de la LOPJ, ante el conflicto que, por ejemplo, surge a la hora de embargar bienes de un deudor objeto de dos procedimientos y de saber quién se adjudica los bienes: el juzgado o la Delegación de Hacienda.

Un segundo orden de cuestiones nos pone sobre otra pista de lo inadecuado de recurrir a la vía del conflicto jurisdiccional a la que ha recurrido el Gobierno. El artículo 7 de la Ley de Conflictos establece -en concordancia clara, a mi modo de ver, con lo previsto en el 18 de la LOPJ- la lógica imposibilidad de suscitar un conflicto a posteriori, es decir, cuando el Tribunal ha dictado ya una resolución firme. Éste ha sido aquí el caso: la resolución por la que se da ejecución al indulto gubernamental ya es firme. Para nada afecta a la coletilla de dicho artículo 7 -eventual conflicto al entrometerse el juez en la ejecución gubernativa-, puesto que en la ejecución de la condena, atemperada por el indulto, para nada se invaden competencias del Ejecutivo, dado que éste nada tiene que ejecutar. Es más: teniendo en cuenta el origen del condenado, corresponde en exclusiva al CGPJ todo lo concerniente al status de juez o magistrado.

Finalmente, nos damos de bruces con el órgano que debe dirimir el conflicto: una Sala ad hoc, presidida, con voto de calidad, por el presidente del Tribunal Supremo -presidente que, por otra parte, carece de cualquier función jurisdiccional mientras está en ese cargo-, dos magistrados de la Sala de lo Contencioso-administrativo, nombrados por el CGPJ, y tres miembros del Consejo de Estado nombrados por el Gobierno. Sin poner en duda ni el mérito ni la integridad de sus componentes, dicha Sala es un órgano que puede ser calificada de todo menos de jurisdiccional. De entrada, cuatro de sus miembros ni tan siquiera son jueces en activo y deben su mandato, que es anual, a consideraciones ajenas a la función jurisdiccional. Además, al no estar previsto tal Sala en la Constitución, su legitimidad es más que dudosa; o dicho de otro modo: si los jueces constitucionalmente sólo están sometidos al imperio de la ley y ni siquiera al de otros órganos jurisdiccionales -el Tribunal Constitucional no lo es-, ¿cómo podrá obedecer el dictamen de dicha Sala, sea cual sea, la Sala Segunda del Tribunal Supremo? Y, en fin, ¿cómo casa ello con el artículo 123 de la Constitución, que establece al Tribunal Supremo como el máximo órgano jurisdiccional? O lo que es lo mismo: ¿habremos entrado en el conflicto permanente?

Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona y abogado.

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