El detective chapucero
Pese a la inexistencia del supuesto conflicto de jurisdicción entre los poderes ejecutivo y judicial inventado por el Gobierno en torno al indulto del ex juez Liaño, el absurdo litigio promovido por el ministro de Justicia sigue su curso ante el Tribunal de Conflictos de Jurisdicción (TCJ), un órgano partitario formado por tres consejeros de Estado, dos magistrados y el presidente del Supremo. Tal y como era previsible, el fiscal cumplió las instrucciones de sus superiores jerárquicos y conminó a la Sala Segunda a rectificar su auto del pasado 13 de marzo y a ejecutar al pie de la letra la medida de gracia dictada en favor de Liaño, condenado por un delito continuado de prevaricación a la pérdida definitiva de la carrera y a quince años de inhabilitación. El aparente conflicto nace de que el Supremo, competente para controlar la parte reglada de cualquier medida discrecional del Gobierno, aplicó el indulto a la pena aún no cumplida, pero consideró ilegal extenderlo a la pena ya cumplida, esto es, el reintegro en la carrera de la que Liaño ya fue expulsado.
No contento con respaldar al ministro de Justicia, de quien depende, el abogado del Estado niega la existencia de tres de las cuatro sentencias del Supremo de 1895 y 1896 citadas en el auto del 13 de marzo 'unicamente a título ejemplificativo' para mostrar la existencia de 'antecedentes ciertamente remotos' de la delimitación por los tribunales del alcance de los indultos. El sensacional descubrimiento de este letrado metido a detective pretendía cazar a los diez magistrados firmantes de la resolución (sólo un miembro de la Sala votó en contra) en un monumental renuncio a medio camino entre la negligencia profesional y la prevaricación. Pero el Supremo apagó rápidamente ese fuego fatuo: el supuesto escándalo se reduce a la transcripción incorrecta de la fecha de dos sentencias y a una equivocación del chapucero émulo de Sherlock Holmes respecto al año de la tercera resolución.
Las cuatro sentencias están relacionadas con un indulto de 16 de mayo de 1894 concedido, según el diario El Mundo -tan riguroso como siempre-, por Alfonso XII, muerto en 1885. La medida de gracia no beneficiaba sólo a los condenados por sentencia firme, sino que se extendía también a los acusados de delitos castigados con penas menores: el mecanismo para conseguir ese efecto era el desestimiento del fiscal en tales supuestos. Las cuatro sentencias se pronuncian sobre recursos de casación presentados contra resoluciones judiciales relacionadas con la aplicación del indulto de 1894 cuando el ministerio público renunciaba a la acusación. El Supremo revocó los autos de sobreseimiento dictados por las audiencias de Madrid (sobre un delito de injurias a la autoridad) y Granada (respecto a una distracción de fondos): aunque el fiscal había desistido, los acusadores privados mantuvieron sus posiciones. En cambio, la Sala rechazó los recursos contra las condenas impuestas por las audiencias de Oviedo (a unos vecinos bronquistas de Villaviciosa) y de La Habana (a tres estafadores de un menor de edad) pese a que fiscal renunció a seguir acusando mientras los ofendidos mantenían su acción.
El deseo de refutar la tesis gubernamental sobre la inexistencia de precedentes históricos de control judicial en la aplicación de indultos tal vez explique la mención perfectamente prescindible de esas sentencias finiseculares. Pero el legítimo debate jurídico sobre la utilidad de esos antecedentes para iluminar el caso Liaño es cosa bien distinta de la maliciosa conclusión -sostenida por medios gubernamen-tales- de que la Sala Segunda tergiversó de forma consciente e intencionada la jurisprudencia del Supremo de 1895 y 1896 para apuntalar su decisión a falta de otros argumentos.
El auto de 13 de marzo de la Sala Segunda no necesitaba esas cuatro sentencias para fundamentar de manera sólida e incontrovertible su fallo. El Tribunal de Conflictos, una institutución híbrida de orígenes preconstitucionales, no puede arrebatar al Poder Judicial la potestad jurisdiccional que le asigna el artículo 117 de la Constitución de forma exclusiva. La propia ley reguladora del TCJ declara la improcedencia de plantear conflictos de jurisdicción sobre asuntos judiciales resueltos por auto o sentencia firme, excluye de su ámbito competencial los conflictos intrajurisdiccionales (por ejemplo, entre instancias penales y contencioso-administrativas) y limita el alcance de sus sentencias a la tarea de determinar 'a quién corresponde la jurisdicción controvertida' (sin pronunciarse sobre el fondo del asunto). Resulta evidente que el Gobierno pretende conseguir mediante ese inventado conflicto de jurisdicción los efectos del recurso judicial que no tiene en este caso a su alcance.
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