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Columna
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Pastoral

El arzobispo de Valencia, Agustín García-Gasco, ha conseguido últimamente condensar en su persona y magisterio el interés de los medios de comunicación. No sabría yo decir si esta súbita extroversión es pertinente, pero en todo caso nadie puede cuestionarle al prelado su derecho, e incluso obligación, a decir su palabra sobre los asuntos candentes que nos preocupan o afligen. Así será posible, además, que uno de estos días se pronuncie acerca de los problemas migratorios, la violencia que padecen las mujeres, la siniestralidad laboral o las irredentas bolsas de pobreza que subsisten a la par con tan propalada como eufórica coyuntura económica.

Pero por ahora al menos no ha llegado el turno de abordar con la firmeza necesaria esas y otras quiebras sociales. Al parecer, el arzobispo orienta sus reflexiones en otro sentido más general y previo a los epígrafes citados. A ese criterio responde sin duda la carta pastoral divulgada esta semana bajo el título Democracia y bien común, de cuyo propósito y meollo se han hecho lenguas no pocos exégetas. Al decir de algunos de ellos, del mencionado documento se desprenden serias advertencias eclesiales a los políticos del PP y claras admoniciones al poder mediático en tanto que condicionador perverso de la acción del Gobierno.

Admirable penetración la exhibida por estos hermeneutas, capaces de leer lo no escrito y descifrar el sutil mensaje disuelto en un fárrago de plausibles elementalidades. ¿O no lo son aleccionar, como hace el prelado, que el fin último de toda política es propiciar el bien común y la dignidad de las personas? Otra cosa es qué entienda García-Gasco por tal dignidad cuando dice de ella 'que se manifiesta en toda su plenitud en el misterio del Verbo encarnado'. Demasiada hondura teológica para quienes no estamos avezados en esta suerte de adivinanzas metafísicas.

Pero, claro está, la pastoral no se ha escrito a humo de pajas y es lógico que se le quiera exprimir un sentido. Nada más consecuente que ponerla en relación con la tan traída y llevada Ley de Familia, de la que según los entendidos circula un proyecto con varias versiones, pero del que ninguna fuente autorizada se responsabiliza ni avala. O sea, que sin negar la existencia de esos papeles -no olvidemos que una Ley de Familia figuraba en el programa electoral del PP en la anterior legislatura, pero no en ésta-, tampoco resulta desdeñable la opinión de quienes creen que alguien o algunos, el consabido clan popular de los llamados cristianos, está mareando la perdiz para madurar una iniciativa legal de este género a fin de enmendar ese supuesto yerro que significó la Ley de Uniones de Hecho.

A nuestro juicio, esta interpretación, aun forzada, nos parece tan viable como admisible dicha operación. Aunque con ciertas salvedades. La primera es que la Iglesia no debe sentirse referente exclusivo del eventual parto legislativo. Otros colectivos, vecinales, confesionales e institucionales han de ser igualmente consultados. La segunda es atinente al arzobispo y su peculiar praxis, proclive a llamar a rebato a sus políticos, interfiriéndose en coto ajeno, con el riesgo añadido de que le dejen desairado, como ya se vio en la ley de parejas. Y, por último, no insistir en la sospecha de que si la ley no es un trasunto de la ortodoxia católica se debe a intereses ocultos de ignorada naturaleza. En fin, que si se proclama la legítima autonomía de la política, como se reitera en la pastoral que glosamos, hay que ser coherentes. ¿O tan sólo es legítima la autonomía que legisla al dictado?

Resultaría paradójico que el presidente Eduardo Zaplana se viese empujado a tensar las relaciones con la jerarquía eclesiástica valentina. Pero, si quiere salvar la cara de centrado y centrista, algo así habrá de hacer, por más que le choque, mientras no soplen vientos renovadores en el palacio de la plaza de la Almoina, sede de la archidiócesis.

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