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A PIE DE OBRA
Columna
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¿Qué está pasando aquí?

Marcos Ordóñez

- 'Qui paga, mana'. El escándalo del Lliure -porque esa es la palabra: escándalo; ni crisis ni polémica- no es un asunto nuevo. Lo pensé, y lo escribí, el pasado verano, cuando Lluís Pasqual saltó -o se vio obligado a saltar- del proyecto. 'No estamos en el París de los validos', había dicho Ferran Mascarell entonces. 'Tendría que rebuscar entre mis papeles', escribí, 'pero juraría que algo muy parecido dijo el consejero Pujals cuando, también de repente, resultó que el Nacional de Flotats era peor que el Salón Kitty'. Sí, ahora lo veo claro. Clarísimo. El escándalo del Lliure no es un caso aislado. Es una evidencia, la tercera, de la voluntad de los políticos -da igual que sean socialistas o convergentes- de hacer valer, hasta las últimas consecuencias, el eterno precepto de qui paga, mana.

'El escándalo del Teatre Lliure no es un caso aislado. Es una consecuencia del 'qui paga, mana'

Primera evidencia: el Nacional de Flotats. No fue, como se ha visto, una cuestión de dinero, de 'caudales malversados'. Fue la voluntad política de derrocar a un artista que había acumulado, según ellos, demasiado poder, y que seguía una línea 'molesta' (¿habrá que recordar las ampollas que levantó el montaje de Àngels a Amèrica?). Sumamos a eso las no menos eternas envidias del patio teatral, la presión de las empresas privadas -'¿por qué no estamos sacando aquí nuestra parte de la tajada?'- y ya tenemos a Flotats y su proyecto artístico descabezado y controlado. Cae Flotats, entra Domènec Reixach -valoraciones artísticas aparte- y nadie vuelve a hablar jamás de la carestía del Nacional. ¿Curioso, no?

Segunda evidencia: el Festival de Teatro de Sitges. Dirigido por otro artista, Joan Ollé, que también se ha caracterizado por dos cosas: a) mantener criterios artísticos independientes y b) no saber tener la boquita cerrada cuando conviene. En estas mismas páginas, Ollé publicaba un artículo -El Nacional y los 40 asesores- tan desmesurado como la pataleta de Flotats, la noche de la inauguración del TNC, que sirvió de perfecta espoleta para su caída. Yo no estaba de acuerdo con el tono del artículo, pero sí con su derecho a escribirlo. Pensé: 'No tardará en pagarlo'. Y lo ha pagado. El sistema es viejo como el mundo: se lleva el certamen a la asfixia económica para provocar la dimisión, y siempre habrá alguien que corra a ocupar el puesto del dimisionario.

- Contra las cuerdas. El mensaje más o menos claro de los políticos es éste: 'Si pagamos nosotros, nosotros tomamos las decisiones. Para chulos, nosotros'. Bien, es una actitud comprensible. Pero hay, me parece a mí, un pequeño error de concepto. Y es que no pagan ellos. Pagamos nosotros. Nosotros, los ciudadanos. Con nuestros impuestos. Ellos, en todo caso, están ahí (si he entendido bien el sistema) para gestionar nuestro dinero. Cuando les conviene, ya se encargan los políticos, con sus adecuadas correas de transmisión, de que alguien diga por ellos que 'esto es carísimo'. Cuando les conviene, no son carísimos ni la Expo de Sevilla, ni el invento del Madrid Cultural, ni la Plataforma dos-milno-sé-cuántos o como se llame, ni el Liceo.

Ahora parece que le toca el turno al Lliure. Demasiados años siendo 'la aristocracia teatral de la ciudad' como para no pagarlo. ¿Que el proyecto del Lliure es caro? Sí, es caro. Son muchos millones de pesetas. Pero no se puede hacer demagogia a su costa. No se puede, como hacen las empresas privadas, decir que 'habrá dos grandes palacios -el TNC y el nuevo Lliure- y una serie de barracas alrededor' porque es falso. El pasado martes -justo un día antes, otra curiosidad, de que Montanyès presentara su dimisión-, las empresas privadas del teatro catalán manifestaban que les parecía inconcebible que el Lliure abriera 'bajo una gestión privada financiada con fondos públicos'. Como si la empresa privada no tocara un duro de esos fondos públicos. ¡Venga, hombre, si están metidos en todas partes! En el Nacional, en el Grec y en los teatros oficiales de Madrid. O como si Boadella, otro de los que más han clamado contra el Lliure, fuese por los pueblos con una carpa ambulante viviendo de pasar la boina tras cada actuación.

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Dejémonos de demagogia, señores, y de preguntarnos si hace falta un nuevo Lliure. Los que se lo preguntaban cuando abrió el Nacional no han vuelto a abrir la boca, ¿verdad? Por algo será. El pasado jueves, Papitu Benet decía, en estas páginas, una cosa muy razonable. Que cuando se celebraron los Juegos Olímpicos, muchos proclamaron que se estaban construyendo demasiados hoteles, y ahora resulta que la demanda es muy superior a la oferta. También decía Papitu: '¿Hay políticos que piensen en el futuro de su ciudad, de su país, más allá del término de su etapa de poder, más allá de conveniencias circunstanciales e inmediatas? Alguno debe de haber'. Sí, estoy de acuerdo. Me resisto a creer que en las filas de Convergència i Unió (CiU) y en las del Partit dels Socialistes de Catalunya (PSC) no haya nadie dispuesto a dar un sensato golpe de timón a esa crisis, a parar el escándalo -el escándalo de perder el Lliure- y a ver más allá de las pugnas políticas, de los intereses sectoriales, de las mezquindades, de las envidias y de los afanes personalistas. ¿Qué dice el alcalde Joan Clos, que comprometió su palabra con el proyecto de la Ciutat del Teatre y anunció la fecha de apertura del nuevo Lliure para la Mercè de este año? ¿Qué dice Pasqual Maragall, impulsor, hará cuatro años, del proyecto en sí? ¿Qué dicen los superiores -Pujol y Mas- de Vicenç Llorca, director general de Promoción Cultural? ¿Ahora resulta que el proyecto es caro e inviable? ¿Ahora, cuando la nueva sede ya está lista, y a cuatro meses de su inauguración?

El Lliure ha cometido muchos errores en su pasado. Ha dado la espalda durante demasiado tiempo a los autores locales y demasiadas veces se ha comportado como un coto cerrado. Ha tenido temporadas erráticas y se ha dormido en sus laureles, pero eso no ha de hacernos olvidar que los laureles han existido y han de volver a existir. Forman parte del pasado artístico de nuestra ciudad -¿hace falta citar títulos?- y deben formar parte del futuro, de un futuro, según Montanyès, ya dibujado, con temporadas diseñadas, y abierto como nunca lo estuvo. Y si los políticos quieren -'qui paga, mana'-, una simple sala de alquiler de espectáculos, programada, como dice Papitu, 'a golpe de frivolidad coyuntural, al albur de lo que se vaya presentando', que nos lo digan claro. Ahí, ahí está el escándalo.

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