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La represión como política única

Es preocupante de verdad la coincidencia de criterios entre el Ayuntamiento de Barcelona y la Delegación del Gobierno a propósito de la represión de los robos en la ciudad, especialmente en Ciutat Vella. Cuidado, no es que preocupe esa coincidencia en sí misma, pues ambas instituciones -una estatal, la otra municipal-, en tanto que orientadas a atender situaciones que afectan localmente, deben actuar muchas veces de consuno, cada una desde su perspectiva específica. El Ayuntamiento, aunque integre la Junta Local de Seguridad y posea un cuerpo como la Guardia Urbana, debe atender prioritariamente al bienestar de los ciudadanos, mientras que la delegación debe velar exclusivamente por su seguridad. Sobre el control de la criminalidad, por la naturaleza de cada una de esas instituciones, es evidente que sólo pueden coincidir en algunas ocasiones. No parece que entre éstas se hallen las registradas en los últimos tiempos, en especial contra el bien jurídico de la propiedad. Se trata de conductas, consideradas delictivas, que provienen de autores muy peculiares: los llamados niños de la calle. Tal como se ha informado en las últimas semanas, para frenar una ola de delitos menores cuya ocurrencia se ha incrementado en una sola zona de la ciudad -mientras que ese mismo tipo de acciones decrece o se estanca en el resto-, la única política que se planifica y propone de común acuerdo con el ministro del Interior por parte de ambas instituciones es de carácter exquisitamente represivo. Esto último constituye por sí mismo un aspecto que cabe destacar. Pero sobre lo que debe reflexionarse con mucha más seriedad es con relación a la unilateralidad que adquiere el plan propuesto por el Ayuntamiento y la Delegación del Gobierno. Se trata de unas propuestas singularmente orientadas a la represión de unas conductas que, si bien están perturbando la tranquilidad de Ciutat Vella, lo que más podrían perjudicar es a la industria del turismo, la cual, de acuerdo con EL PAÍS del 17 de febrero, durante 2000 ha registrado el mejor año de su historia ya que el turista que visita Barcelona puntúa la ciudad con un 'notable alto'. En efecto, es sorprendente que por una parte se informe de que 'para atajar el problema de raíz' se ha redactado un documento en cuya preparación han intervenido exclusivamente representantes de instancias relacionadas con la represión penal. Pero, por otra parte, se anuncia que en 15 días se han realizado 557 detenciones de niños acusados de hurtos, mientras se difunde que una buena parte de ellos pertenecen a los denominados niños de la calle, de origen marroquí, que viven en Barcelona en pésimas condiciones y acaban delinquiendo. Lo que suscita mayor estupor es que con este plan se exige una reforma del Código Penal y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LEC) para, en unos casos, agravar las penas actuales y en otros, tipificar las faltas leves como susceptibles de merecer sanciones administrativas y las graves como delitos. Empero, lo que produce absoluta inquietud es la tentativa de introducir el concepto de habitualidad y el de asociación para delinquir como agravantes de las penas. La primera, un relicto punitivo que parece regresar a la derogada Ley de Peligrosidad Criminal -con todo lo que ella supuso para la sociedad española y catalana- y a un agravante por la anterior conducta de vida, contraviniendo los fundamentos democráticos de un derecho penal de acto. La segunda, porque introduciría elementos ajenos al concepto de acción punible. En general, se pretende un cambio de la legislación penal española que va a afectar a cuantas personas puedan ser sospechosas de hechos que caigan bajo las reformas propuestas, dado el carácter general, abstracto y universal de las leyes penales y procesales. En una palabra, la reforma no estará orientada a atajar de raíz el problema de los niños de la calle que delinquen en Ciutat Vella, sino que introducirá mayor represión generalizada cuando ya en España hay mucha y legal; baste recordar lo que ha significado el nuevo Código Penal en cuanto agravamiento de penas, nuevos tipos de delitos, eliminación de beneficios penitenciarios, etcétera. El fenómeno del aumento geométrico de la población penitenciaria en España (después de Holanda, es el país europeo que registra el porcentaje de presencia carcelaria más elevado en el periodo 1980-1997), impulsado por la denominada 'reforma de la reforma' de los artículos 503 y 504 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal a la que se vio forzado el ministro Ledesma en 1984 por la oposición de Alianza Popular, no es producto del aumento de la criminalidad. Más bien es un efecto de la llamada 'industria del control del delito' (N. Christie), que se asienta en unas irrefrenables políticas represivas. La quiebra del bienestar y la defunción generalizada de las políticas sociales parece haber impulsado al gobierno municipal de Barcelona a dejarse contagiar por la cultura de la(s) emergencia(s) en las que está sumido el Estado español. Parece increíble que se cierren los ojos frente a la necesidad de incrementar intervenciones que ataquen el 'déficit social' del que ha hablado Vicenç Navarro. Claro que en un contexto en el cual irreflexivamente se quiere frenar la inmigración -un derecho fundamental para todo el género humano- con medidas policiales, no pueden esperarse decisiones racionales respecto a un centenar de niños, expulsados o emigrados por necesidad de sus sociedades de origen. Parece como si nadie quisiera pensar en la responsabilidad que generan estas migraciones. Mejor el castigo, la cárcel, o la expulsión, ¿verdad?

Roberto Bergalli es jefe de Estudios de Criminología y Política Criminal de la UB.

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