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El siglo triste

No debe de ser sólo un problema de confusión. Empezase, mal contado, hace ahora un año o haya empezado ahora, el nuevo siglo se ha recibido sin grandes entusiasmos ni grandes esperanzas. Si lo comparamos con los documentales sobre la bienvenida al siglo XX, 100 años atrás, el mundo ha abierto sus brazos al siglo XXI de una forma bastante rutinaria y recelosa. Al menos este trozo del mundo en el que nos ha tocado vivir y que tan fácil es de confundir con el mundo entero.

No deja de ser curioso. En este mundo al que me refiero, vivimos infinitamente mejor que hace 100 años. El siglo XX ha supuesto un incremento del bienestar, de las expectativas de vida, del acceso al conocimiento, a la salud, al confort, absolutamente extraordinario. En este mundo, la Europa occidental, la América del norte, llevamos más de medio siglo sin guerras en casa, en contraste con lo que fue el siglo XIX. Las desigualdades sociales, aquí, son menores que hace 100 años y las expectativas individuales infinitamente mayores. Todo invitaría a un cierto optimismo, a una cierta confianza en el futuro. Y sin embargo, este mundo occidental ha recibido el nuevo siglo sin entusiasmos e incluso con un cierto tinte de tristeza. Cuando hace 100 años parece que recibió al nuevo siglo con unas esperanzas que luego se vieron claramente defraudadas.

¿Qué nos pasa a los occidentales? ¿Qué nos ha convertido en escépticos? Tengamos en cuenta que el optimismo, el entusiasmo de hace 100 años, nacía de la esperanza de que el nuevo siglo fuese la culminación de algo, intuido o soñado en el siglo XIX. El siglo XX debía ser el verdadero siglo de las luces, en el que la razón, la civilización, la ciencia, la técnica, conseguiría acabar con los males de la humanidad. El siglo XIX genera grandes esperanzas, que se proyectan sobre el XX. Desde el comunismo o el anarquismo hasta la democracia representativa, pero también la ciencia y la tecnología, los beneficios sociales del conocimiento, se dibujaba un horizonte de progreso en el que la humanidad vencería las taras del atraso y la sinrazón. El entusiasmo del penúltimo cambio de siglo no era un análisis de su presente, sino una confianza en el futuro.

Y esto es lo que se ha roto en el siglo XX. Las grandes esperanzas forjadas en el XIX se han resquebrajado en el XX. No todas, es cierto. Pero en el XX hemos visto como algunas esperanzas fracasaban y otras topaban con sus límites. Y ha entrado en crisis para nosotros la idea misma de progreso. A finales del XIX, la humanidad podía creer que la historia era una flecha ascendente, un proceso dialéctico de mejora, un itinerario de progreso. A finales del XX, sabemos que el progreso científico y técnico traen mayor bienestar, pero no van asociados necesariamente al progreso moral y que tal vez esto no existe. Hemos visto que la civilización y la cultura no vacunan contra la barbarie: Auschwitz e Hiroshima pueden diseñarse en sociedades civilizadas, cultas, tecnológicamente muy avanzadas. Y hemos descubierto además que nuestro planeta es limitado, que no puede ser exprimido eternamente. Hace 100 años, una chimenea echando humo era el símbolo del progreso material, del futuro deseado. Ahora, más o menos justamente, es la imagen de una amenaza. Hace 100 años, la luz de la razón iluminaría las sobras y haría desaparecer los fantasmas de la irracionalidad. Ahora, tenemos la sensación de que estos fantasmas están al acecho.

Hace 100 años, cualquier tiempo futuro debía ser mejor. Ahora, no está claro. Como para los niños, los aniversarios eran una fiesta porque lo mejor estaba todavía por pasar. Ahora, como para los ancianos, un aniversario es una mezcla de alegría y de preocupación. No es que el mundo sea peor. Probablemente, la primera mitad del siglo XX, inmediatamente después de los grandes entusiasmos del cambio de siglo, es difícil de empeorar. Simplemente, nos hemos vuelto más escépticos.

Vicenç Villatoro es escritor, periodista y diputado por CiU.

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