Tercer milenio
Al terminar el siglo XIX, la población española no alcanzaba los 18 millones de habitantes y la esperanza de vida no superaba los 50 años. Cien años después, España se encuentra entre los países de más baja mortalidad infantil y el tercero en el mundo en cuanto a la esperanza de vida, es la octava nación en PIB y el número decimocuarto en la riqueza mejor repartida.Cuando finalizaba el siglo XIX, buena parte de la intelectualidad española estaba convencida de que la postración española era un hecho incontestable y derivado de la decadencia general de la latinidad. El futuro del progreso se hacía residir en otra parte, en las razas del norte, las célticas y las germanas. Ahora, España pertenece a la Unión Europea desde 1986 y su destino se encuentra inseparablemente asociado a las potencias occidentales. Ha desaparecido el problema determinantemente español, si se exceptúa el sangriento desgarro del terrorismo con el que concluye tristemente el siglo.
Fuera de ese conflicto que condiciona inevitablemente el sentir de los españoles, España ha sacudido el espíritu pesimista con el que finalizó la centuria anterior, y el siglo XXI se aborda con la perspectiva de una democracia estable, dinámica y moderna. Los retos y metas españoles reproducen los del mundo desarrollado y hay que referirse ya necesariamente a ellos para comprender los nuestros. A diferencia de lo que predominaba en los espíritus de hace una centuria, el mundo se encuentra ampliamente dotado de medios, pero escaso de fines, más abastecido de capacidades técnicas que de proyectos humanos. La gran distinción entre este final de siglo y el anterior es la superabundante cosecha de realidad material y la escasa correspondencia de ideales. Parecería como si el siglo XX hubiera cumplido todos ellos: la igualdad de derechos entre los sexos, las razas, las religiones, la extensión planetaria del sistema democrático, la aceptación universal de los derechos humanos. Sólo faltaba que, tras el derrumbamiento del muro de Berlín y disipada la guerra fría, haya podido predicarse el fin de la historia y se instaurara el reino absoluto del mercado libre. ¿Se han agotado, por tanto, las revoluciones por las que combatir, las utopías por las que soñar?
Si algo caracteriza globalmente a nuestro mundo respecto al que se ha dejado atrás, hace apenas un par de décadas, es la falta de un proyecto superior hacia dónde dirigir una acción política ambiciosa. Ahora, en defecto de alternativas ideológicas, se trata de gestionar más que de transformar, de proteger antes que de superar. Desde la crisis económica de los años setenta, sumada a la conciencia ecológica, el mundo ha conocido sus límites, y esta verificación constituye la más novedosa concepción agregada a la circunstancia humana.
Ahora, los habitantes de la Tierra se saben capaces de destruirse por mediación de la energía nuclear o de suicidarse por dejación del cuidado a la naturaleza. Pero también, por primera vez en la historia, han constatado que pueden llegar a recrearse mediante la ingeniería genética. Nunca antes pareció el hombre más dueño de su destino, de su vida y de su muerte, y el siglo a inaugurar parecería configurarse como el punto crítico en que la humanidad está obligada a repensarse como organización y como especie. Los actuales horizontes de la ciencia, de la informática, de la biología molecular o de la física cuántica son de tal potencia, mientras las situaciones de pobreza en dos terceras partes del mundo son tan clamorosas, que el siglo XXI habría de edificarse con la mayor conciencia de la condición humana. Durante todo el siglo XX se ha atendido más a la cantidad que a la calidad. El siglo que alumbra, el primero en que todo el planeta se constata interdependiente y vivo como una sola comunidad, habrá de ser el tiempo en que prevalezca la razón de la solidaridad y los fines de imperativo humano.
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