1990-2000: la generación Nasdaq
El siglo XX ha tenido dos mitades distintas: la primera, muy violenta (dos conflagraciones mundiales); la segunda, más tranquila (con abundantes conflictos regionales, muchos de ellos civiles, en el seno de un mismo Estado), aunque no haya supuesto el predicho fin de la historia. Dentro de esa segunda parte, el último decenio tiene una historia diferenciada. La caída del muro de Berlín es, a su vez, la frontera de dos etapas de las cuales, la que estamos viviendo no ha conformado todavía un paradigma alternativo, definible, definitivo. Thomas Kuhn escribe: "Una revolución teórica sólo tiene lugar cuando frente al paradigma en crisis contamos con un paradigma teórico alternativo".Si todavía no conocemos con nitidez hacia dónde nos dirigimos, hay elementos que nos permiten hacer un ejercicio de deducción y aproximarnos a la idiosincrasia de esta época. El marco de referencia en el que la humanidad está instalada es el de la globalización, entendida ésta en sentido distinto a otros procesos globalizadores, como por ejemplo el anterior a la Gran Guerra de 1914. Las características de la globalización contemporánea son la autodestrucción del comunismo como modelo alternativo (lo que tendrá amplias consecuencias tanto para los antiguos países comunistas como para el resto), una revolución tecnológica muy acelerada y, en parte como consecuencia de la misma, la mundialización de los mercados financieros (los únicos que se han globalizado totalmente, frente a los de bienes y servicios o al mercado de trabajo, que lo han hecho de forma muy parcial). Por otro lado, la desaparición del antiguo telón de acero ha conllevado una especie de contrarrevolución pasiva en los países capitalistas; la existencia del socialismo real empujó a los países capitalistas, sobre todo en Europa, a la creación de un Estado de bienestar que contrarrestase los efectos propagandísticos (reales o, como luego supimos, aparentes) que la planificación socialista tuvo en la vida cotidiana de sus ciudadanos (pleno empleo, sanidad y educación pública y universal, etcétera). Pues bien, roto el socialismo real por su propia ineficiencia, no era necesario mantener el costoso welfare porque ya no había comparación posible. Los intentos de reducción del Estado de bienestar, que habían comenzado en la década de los setenta basados en el argumento de la crisis fiscal del Estado, se aceleran en este final de siglo; con una paradoja: que tal crisis fiscal está desapareciendo. Son bastantes los países que caminan hacia el déficit cero, o en los que los déficit públicos son muy limitados, por no hablar de aquellos que ya han conseguido el superávit presupuestario (ingresan más que gastan). Las resistencias a la reducción del welfare en los lugares donde lo hay, o las demandas de un Estado de bienestar donde éste es muy pequeño o no existe, generan tensiones que logran movilizar a los ciudadanos en contra de los neoliberales reduccionistas (este fin de siglo también ha sido testigo del fin de la ilusión liberal, como por ejemplo ha demostrado la masiva revuelta dialéctica contra la propuesta del Círculo de Empresarios, inmediatamente retirada y excusada, de hacer pagar a las mujeres una especie de canon para financiar su maternidad).
Otra consecuencia de la caída del muro de Berlín ha sido la extensión de la democracia por el planeta. Excepto la gran China y dos o tres países más pequeños (Cuba, Corea del Norte, Vietnam), el resto del mundo se reclama orgullosamente de la democracia. Lo que ocurre es que esta democracia, en el marco de la globalización, ha ampliado de modo fulminante la desigualdad: desigualdad entre los países ricos y los países pobres; desigualdad en el interior de las sociedades; desigualdad también en el seno de las empresas (ya que el sistema impone, cada vez más, una privatización de las remuneraciones, con la extensión de bonos, opciones sobre acciones, salario en especie, etcétera, que no alcanzan a todos los empleados de las mismas); desigualdad entre trabajadores fijos y precarios, entre hombres y mujeres, etcétera. La consulta de cualquier estadística de organismos no precisamente sospechosos de manipular sus datos a favor de los perjudicados proporciona cifras elocuentes y unidireccionales de esta contradicción: más democracia y, al mismo tiempo, mayor desigualdad. ¿Hasta dónde, hasta qué límites son compatibles ambos conceptos? Kapuscinski, gran conocedor en directo del mundo de la desigualdad, advierte de que la pobreza contemporánea ya no produce revoluciones ni respuestas críticas, sólo réplicas de adaptación al medio.
El debate es, pues, sobre la calidad de la democracia en relación con una desigualdad exponencial y sobre el hecho de que en este momento de la globalización los mercados financieros (que son los únicos entes verdaderamente soberanos; hasta las multinacionales son primero nacionales) son, en ocasiones, más poderosos que los Gobiernos y los organismos con que los ciudadanos se han dotado tradicionalmente para decidir su destino y sus vidas. La idea de que la globalización está asociada naturalmente a la democracia, la paz y la prosperidad deviene en ideología -es decir, en representación falsa de la realidad- si no se tienen en cuenta los límites y su regulación. Así ocurrió en el proceso globalizador de finales del siglo XIX y principios del XX; cuando la economía despreciaba a la política, ésta se vengó con dos terribles guerras mundiales.
Gobernar los excesos de la globalización. Éste es el punto de bóveda de nuestro tiempo que, hasta ahora, sólo se ha resuelto en el terreno de los deseos y de la retórica. Controlar los mercados financieros y poner semáforos a la economía. Y a la nueva economía. La globalización actual se identifica con los años noventa y ha sido hegemonizada por los Estados Unidos. Durante la era Clinton ha tenido lugar en EE UU el periodo de expansión económica más dilatado y profundo de la historia contemporánea. El semanario Business Week calificó esta etapa, que estaba haciendo compatible el fuerte crecimiento con el equilibrio macroeconómico (baja inflación, pleno empleo, cuentas públicas saneadas, etcétera) de nueva economía. Esta nueva economía se basaba en la aplicación de nuevas tecnologías de la información, la limitación drástica de las barreras comerciales, así como en el libre movimiento de capitales. El analista Robert Samuelson la define con sicologismo como "... un Estado mental: una convicción de que a través de las maravillas de la tecnología, la economía ha entrado en un estado de permanente éxtasis. Todo es una promesa y no hay peligros".
Muy recientemente se ha comprobado que no es así y que la nueva economía tiene peligros y
riesgos. Éstos se han manifestado sobre todo en los mercados de valores, que han devenido en fuente autónoma del crecimiento económico porque nunca ha habido tantos ciudadanos invirtiendo en acciones (en España, más de ocho millones de personas) de compañías de las que, en ocasiones, apenas saben nada. Después de unos años de exuberancia irracional, las bolsas han acabado el siglo sufriendo grandes pérdidas, sobre todo en los valores vinculados a la nueva economía. Se han olvidado las lecciones de la historia en cuanto a la volatilidad de los valores económicos. Galbraith ha hecho constantes invitaciones a la cautela, llamadas de atención contra la posibilidad de convertirse en víctima de "la más ineludiblemente cierta de las aberraciones del capitalismo": la emoción generada por los, en apariencia, nuevos instrumentos financieros y por el presunto genio de sus artífices. "Unos y otros desencadenan la seductora dinámica de la especulación, dinámica que, hasta el día del desencanto, parece venir justificada por la perspectiva del crecimiento personal. Las acciones de los que persiguen la riqueza fuerzan al alza el precio de los valores, los terrenos o las obras de arte, y por tanto reafirman las expectativas. El proceso continúa hasta que se agotan los recursos de quienes buscan el enriquecimiento o, acaso, hasta que algún suceso externo precipita la gran e inevitable carrera para abandonar".
Los protagonistas principales de este juego bursátil han sido los componentes de lo que algunos denominan ya generación Nasdaq. La tan de moda generación Nasdaq opina que mirar al pasado y a las lecciones de la historia es un engorro; que Dios creó las acciones para enriquecerlos; que las Bolsas existen para darles plusvalías permanentes. Que hay descensos, sí, pero muy coyunturales, y luego las acciones vuelven a subir, subir...
Al concluir este tiempo, la ausencia de volatilidad en la economía especulativa ha sido uno de los últimos espejismos padecidos. Periodo de extremos y paradojas, de violencia descomunal y progreso asombroso, el siglo XX se balancea entre luces y sombras. En La revolución del siglo XX (libro en el que sostiene que el Estado de bienestar ha sido la auténtica revolución de estos cien años), el catedrático de Historia Económica Gabriel Tortella resume algunas de las peculiaridades del mismo: el crecimiento económico ha sido un fenómeno sin precedentes en sus dimensiones; la esperanza de vida es de 67 años, habiendo venido a doblarse en este periodo; con el crecimiento no se ha dado una mejora en la distribución de la renta y la riqueza (mientras una gran parte de la población mundial apenas se ha enterado de que vive en una era de desarrollo sin precedentes, los habitantes de los países desarrollados han experimentado una mejora muy superior de sus niveles de vida); el equipo capital va perdiendo importancia frente al capital humano, etcétera. Hoy, los proletarios no son sólo los que no tienen fortuna, sino los que no poseen la formación y la capacidad necesarias para insertarse en la sociedad. También la capacidad técnica está muy desigualmente distribuida.
Contextualicemos los cambios habidos para darles su verdadera dimensión. Releamos, por ejemplo, el clásico de Karl Polanyi La gran transformación para poder analizar con distancia lo que estamos viviendo y quitar solemnidad a las falsas revoluciones, algunas de las cuales protagonizaron nuestros antepasados.
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