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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Desayuno en Swarovski

Nada hay que deprima más a los connaisseurs del mal gusto que el que sus fobias sean compartidas por la mayoría de sus conciudadanos. Hoy día, uno ya no puede reírse a gusto de las figuritas de Lladró porque todo el mundo las considera repugnantes. De nada sirve bromear sobre los vomitivos ositos de la joyería Tous porque cada vez son más los que sienten ante su presencia esa extraña mezcla de horror e hilaridad que suscitan en sus múltiples apariciones públicas (bolsos, cinturones, pendientes, colgantes...). Otros objetos (pienso en los esquíes de Chanel o en los relojes de la marca Corum) son tan minoritarios y elitistas que su absurda fealdad provoca indignación, pero no risa, con lo que su condición de iconos del horror doméstico deja mucho que desear.A mí, antes, me bastaba con plantarme ante un escaparate de Tous o de Lladró para ver cómo me corría la sangre (algo así como lo que le pasaba a Ignatius J. Reilly con las películas de Doris Day). Pero claro, la repetición de una emoción acaba por matar el goce. Por eso me ha hecho tan feliz la reciente inauguración en mi barrio de una sede de la prestigiosa marca de objetos distinguidos Swarovski. Hacía tiempo que veía anuncios de esos magos del cristal decorativo en ciertas revistas, y ya me sentía fascinado ante esos objetos delirantes: payasitos, ratoncitos, cisnes, perritos, gatitos... Pero intuía que verlos al natural me emocionaría mucho más. Por eso ahora, prácticamente todas las mañanas, después de desayunar en el bar de la esquina, me acerco hasta Swarovski y paso unos momentos deliciosos. Ya en el escaparate, un Pierrot y una Colombina (48.000 calandrias, no sé si cada uno o la parejita) me convencen de que, por mal que me vaya el día, no podré tener una experiencia visual más horrorosa. Dentro de la tienda, rodeado de olorosas cacatúas humanas en busca de un toque de distinción para sí mismas o para sus seres queridos, contemplo las estatuillas expuestas en sus vitrinas y hago mi peculiar lectura de lo que sentía Holly Golightly en Tiffany's. Al salir de Swarovski, el aire polucionado del Eixample huele a rosas, los berridos del butanero evocan al mejor Pavarotti y ese ciclista que acaba de llevarse por delante a una ancianita adopta los rasgos del inolvidable Bartali.

Adoro Swarovski porque todo es feo y caro. Y trato de dar con alguien al que odie lo suficiente como para regalarle el Pierrot y la Colombina, alguien por cuya casa me pueda dejar caer a traición para comprobar que tiene mi regalo en una zona preeminente de su domicilio. Y, ya puestos, doy gracias a Dios por renovar su nómina de fabricantes de horrores, pues hace ya tiempo que Tous y Lladró se ganaron un merecido descanso.

Lo único que lamento es que no haya un Swarovski en cada barrio de mi querida ciudad, pues no todos los connaiseurs del horror viven en el Eixample. ¡Menos mal que la web swarovski.com permite a cualquier ciudadano conectado a la red enterarse de cosas fundamentales! Gracias a ella he sabido que la empresa se creó en 1895; que su fundador fue Daniel Swarovski, nacido en Bohemia pero emigrado a Austria, inventor de una máquina de soplar el vidrio; que la casa madre está en Wattens, en el Tirol austriaco; que el primer animalito de cristal, un ratoncito de tiesos bigotes, data de 1976; que en 1987 se crea la Sociedad de Coleccionistas Swarovski; que en 1988 se inventa el ya mítico logotipo en forma de cisne...

Pero no todo el mundo está conectado a la red. Y además, no es lo mismo ver las figuritas en una pantalla que al natural. Por eso creo que se impone una retrospectiva lo más completa posible de esta gran marca. No me hago ilusiones con mi ciudad natal, que prefiere dedicar sus exposiciones a libertinos afrancesados como Palau i Fabre o rojos irredentos como Carles Fontseré. Pero quiero creer que las almas sensibles de las Baleares que prestaron el Palau Solleric a Lladró podrían estar interesadas en el asunto. Y no me extrañaría que Tita Cervera (devota del cristal de Murano, de los loros y de los lienzos del gran Macarrón) se aviniera a convertir el museo de Madrid que lleva el nombre de su marido en el hogar temporal de esa cascada de belleza que lleva cayendo sobre nuestras cabezas desde hace más de un siglo.

Sé que con todas estas sugerencias no pasará mucho tiempo hasta que Swarovski se convierta en algo tan inofensivo como Tous o Lladró, pero no va conmigo el egoísmo estético; especialmente en estas fiestas tan entrañables, cuando pienso en toda esa pobre gente que no tiene, a cuatro pasos de casa, un templo Swarovski en el que refugiarse de los rigores de la realidad.

Carmen Secanella
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