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¿Redoblar las penas?

Un problema que es tan viejo como el derecho penal es el del castigo de los delincuentes de conciencia y el de los delincuentes en serie. En el caso del terrorismo se dan ambas características, con lo que el problema práctico adquiere tintes realmente dantescos.Partiendo de la permanente perfectibilidad de la sociedad democrática, y la española lo es, el delincuente por conciencia pierde la decimonónica consideración de delincuente político cuando empuña las armas y asesina. No hay Constitución que ampare el asesinato por conciencia. Además, en su concepción del mundo habitable sólo por él, el terrorista se afana una y otra vez en la comisión de sus delitos; de ahí que sea, además, un criminal en serie.

No se trata, ante este extraño pero real fenómeno, de esperar a que escampe. Se trata de luchar contra el mismo. Pero obsérvese que ante el cúmulo de atrocidades -son muchos los casos en que un terrorista tiene condenas por más de media docena de asesinatos-, se imponga la pena que se imponga, ésta parecerá siempre corta. Incluso aunque se recurra a la pena de muerte: sólo se le podría ajusticiar una vez.

El problema empieza a tener solución cuando, al menos desde postulados teóricos, se abandona la concepción retributiva del Derecho Penal (que el delincuente pague por su delito) por la preventiva (que el delincuente no llegue a nacer, mejor dicho, que nazca el menor número posible de delincuentes, e inhabilitarle para la comisión futura de fechorías). No se trata tanto de responder con una pena atroz al volumen de carnicería, sino, una vez enjuiciado, recurrir en la medida de lo legítimamente posible a reducir la capacidad de seguir delinquiendo del condenado.

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Mientras está preso, esta inocuización es relativamente fácil de obtener. La cosa varía cuando el sujeto recobra la libertad y no se aprecia síntoma no ya de arrepentimiento -efecto para el que la sociedad carece de legitimación-, sino de no manifestar aquél poder vivir en libertad alejado del delito. Haber suprimido el extrañamiento, el confinamiento y el destierro es algo que podemos ahora lamentar. No aplicar sistemáticamente el alejamiento del delincuente del lugar del hecho, una vez se encuentre en libertad, previsión legal vigente ya con el anterior Código Penal, se revela como un error.

Pero lo anterior no evita el debate social y político sobre la respuesta al terrorismo. Descartada la pena de muerte, se habla del alargamiento de la pena de prisión. Para ello se acude, modificando lo que haya que modificar, a la cadena perpetua, a un novedoso juicio revisorio o a la imposición de una medida de seguridad similar a la que se quiere introducir en el derecho de menores.

Veamos. Limitar la duración máxima de las penas privativas de libertad a 30 años es algo sobre lo que parece mediar consenso y, por tanto, no es una cifra arbitraria. Máxime si se tiene en cuenta que, con el nuevo Código Penal, ha dejado de existir la redención de penas por el trabajo y las reglamentarias -y, por tanto, ilegales- redenciones extraordinarias; las penas ahora son, como diría Beccaria, infalibles. Treinta años ahora son 30 años, y sólo se puede acceder a la semilibertad si la Junta de Tratamiento -órgano administrativo al que es totalmente ajeno el juez- efectúa un pronóstico favorable de una vida futura al margen del delito. Quien no abdica de sus ideas -a lo que se tiene perfecto derecho- no obtiene, como la práctica demuestra, ese beneficio, y corre el riesgo de agotar hasta el último día de su condena en presidio. Ejemplos, en materia de terrorismo, hay más de lo que el público cree.

La cadena perpetua va en contra no sólo de la posibilidad de resocialización -que, cierto es, no es el único fin de la pena-, sino que supone una frontal vulneración del artículo 15 de la Constitución: estamos en presencia de un trato cruel, inhumano y degradante en grado sumo. Además, quienes abogan por esta solución, cuando aluden al Derecho comparado -Alemania, Francia, Italia, Reino Unido, EE UU-, olvidan varias cosas: una, que en la práctica nadie cumple la cadena perpetua, pues existen mecanismos legales para ello. Olvidan también que la doctrina ha zarandeado este castigo hasta lo indecible, al igual que hace con la pena de muerte. Y olvidan que en algún caso, como en el del Reino Unido, que impone la cadena perpetua incluso a menores, esta pena ha sido censurada por el Tribunal de Estrasburgo.

Olvidan, por último, quienes por ella abogan que esta pena, en verdad aterradora, no evita el delito: carece de todo efecto intimidatorio, pues el delincuente de conciencia, por definición, sólo se motiva por su pensamiento, no por los estímulos externos, por más negativos que éstos sean. El terrorista era terrorista cuando había pena de muerte, lo es ahora y lo será con cadena perpetua. El terrorista, y de ahí en parte el drama, es inmune a la motivación que el carácter aflictivo de la pena supone. Y lo demuestra antes de cometer el delito y cuando cumple condena.

Lo dicho vale igual para un inexistente juicio revisorio -saber si el delincuente se ha arrepentido o no al finalizar el cumplimiento de la pena- y para la prolongación del castigo de la mano de una falsa medida de seguridad. La previsión legal actual es suficiente; lo que sucede es que el terrorismo ha de ser combatido también, y muy principalmente, fuera del campo del Derecho Penal.

Sea como fuere, los terroristas, en su ataque sin piedad a la sociedad democrática, están consiguiendo uno de sus objetivos: provocar la reacción visceral que les justifique su irracional comportamiento.

Se dirá, y emocionalmente no faltará razón, que ya está bien hablar de garantías para los terroristas cuando éstos no respetan ninguna. Emocionalmente será así. Pero con la razón y el derecho en la mano, con un sistema democrático edificado sobre esos pilares, ello es imposible. De ahí la gran paradoja: las garantías están para aplicar el poder del Estado, que no es desde luego despreciable, a quien quebranta el orden convivencial. De no hacerlo así, los terroristas habrían conseguido otro objetivo: empezar la destrucción de la sociedad, haciendo que ésta se comporte casi a la par que esas bandas de desalmados que asuelan nuestras vidas. Y los efectos perniciosos de la lucha antiterrorista se extienden a otros campos que nada tienen que ver; baste recordar el caso de El Nani.

Pero la batalla del terrorismo no se ganará recrudeciendo las penas. Podrán efectuarse retoques aquí y allá, pero eso no es más que el chocolate del loro. Los juzgados y tribunales son como una fábrica: necesitan materia prima y de buena calidad; es decir, necesitan que los presuntos autores de las fechorías sean puestos a su disposición y con un haz indiciario de pruebas lícitamente obtenido. Siempre que ha sido así, las condenas han caído una y otra vez sobre los malhechores, y no son condenas nimias.

Existe una sensación actual de impunidad, pero ello no procede de una, por algunos alegada, benignidad de las penas. La huida hacia el Derecho Penal, esa creación de un derecho penal simbólico o lo que el constitucionalismo clásico denominaba legislación semántica, es cinismo o es estulticia. Para poder imponer una pena reforzada hace falta lo mismo que para imponer la pena actual: poner a disposición del órgano judicial la persona del presunto culpable. Lo contrario es tirar con pólvora del Rey.

Así las cosas, para el viaje del reforzamiento penal no hacen falta las alforjas de la vulneración de la Constitución y de nuestro sistema de garantías. Ello incrementará a la postre la sensación de impotencia. Lo que hace falta para castigar es tener a alguien a quien castigar. Sin esa condición previa, lo demás huelga. Derivar hacia una pretendida suavidad penal, e incluso judicial, la impotencia social es políticamente perverso e ineficaz de todas todas.

Joan J. Queralt es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona y abogado.

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