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¿Quién criminaliza a quiénes? ROBERTO BERGALLI

Cuando uno se encara con la cuestión inmigratoria y se asoma a la multiplicidad de aspectos que hoy en día muestra en el mundo globalizado, se asombra ante la falta de consideración de otros periodos de la historia de Occidente en los cuales los fenómenos migratorios también ocuparon y preocuparon a quienes pretendieron analizarlos desde variadas perspectivas disciplinarias. Me permito emitir esta reflexión pues parecería que las experiencias histórica y comparada no resultan de interés para quienes opinan, deciden y ejecutan qué y cómo hacer frente a las olas migratorias que asolan Europa, provenientes del Este y del Sur.Esto me hace pensar que América y el Reino Unido no son consideradas como si en esos ámbitos no hubiesen pasado (o todavía pasan) por situaciones semejantes, o como si la República Federal de Alemania misma no hubiera sido afectada recientemente por fenómenos semejantes. Cierto que estos ejemplos no pueden asimilarse a los que hoy dicen sufrir los países de la UE, particularmente los del área meridional, aquellos designados en Trevi y luego en Schengen como los custodios de las fronteras sureñas de Europa continental. Naturalmente que el caso español, provocado en menor escala que en Francia o Italia, carece de antecedentes por su ancestral cerrazón cultural, hoy superada, y por su hasta hace poco nulo atractivo para quienes buscan nuevos horizontes fuera de sus ámbitos.

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Pero estamos ya inmersos en plena conmoción ante el anuncio de que los flujos inmigratorios aumentarán y se convertirán en crecientes. Es verdad que España, montada al carro europeo, está atada a las estrategias continentales, lo que impulsa a sus gobernantes y clase política en general a olvidar que sus abuelos y sus padres fueron también empujados -debería decirse arrojados- a la inmigración, cuando no fueron ellos mismos los que salieron de España o nacieron fuera de ella.

Así las cosas, ¿por qué se reacciona ante la presencia de inmigrantes con su clandestinización, marginalización y ulterior criminalización? Cuando, por otro lado, se manifiesta y se pone en práctica en algunas comunidades autónomas la práctica de contratación de no nacionales, incluso en sus países de origen. Aquí es donde vienen a cuento las experiencias americana y británica.

Cuando digo americana, aludo a los dos extremos continentales. El de EE UU y el de Argentina, en el último tercio del siglo XIX y a comienzos del XX. En el primer caso, la naciente sociología académica asumió la cuestión desde dos enfoques vecinos: el monismo cultural (Ross) y el darwinismo social (Park). La integración, elemento clave siempre proclamado como el fin que perseguir, se propuso desde el paradigma de los valores que más tarde se hicieron hegemónicos: blanco, anglosajón y protestante (wasp). Pese a la pedagógica y democrática opción posterior de los interaccionistas (Mead y Dewey) propiciando esa integración desde la educación y la libre circulación de la opinión pública, toda la legislación de los diferentes Estados confederados fue insufriblemente discriminatoria. Hasta el punto de que la Corte Suprema (1876) tuvo que declararla inconstitucional, aunque la posterior Inmigration Act, de 1921, impuso al inmigrante traer consigo, de inmediato, a su familia para verificar si toda ella se ajustaba a las exigencias de la ley. Si se alcanzó el melting pot, objetivo bastante dudoso, imponiendo otros valores (éxito, consumo), la proclamada integración no fue tal, sino una clara asimilación con toda la carga ideológica que ello supone.

El caso argentino, muy inferior numéricamente, fue sin embargo también fundador de una sociedad moderna y, en definitiva, el disparador para el ingreso del país en el circuito del comercio mundial de la época, así como el elemento instituyente de unas insurgentes clases sociales, sobre todo en las grandes urbes: la de los trabajadores, la de los pequeños empresarios, bases del aparato productivo industrial y agrario. Pero el egoísmo de los grandes propietarios y el sostén de un sector de la clase política facilitaron la deformación del lema "gobernar es poblar" del padre de la Constitución de 1853 (J. B. Alberdi). La legislación inmigratoria fue también claramente discriminatoria y excluyente; poblar no significó hacerse propietario de la tierra, sino sólo trabajarla y mantenerla productiva. Algunos de estos instrumentos legislativos, tales como la ley 4144 de 1921, llamada "de residencia", fueron ostensiblemente criminalizadores, hasta el punto de que los regímenes militares posteriores -en especial, los genocidas de 1966 y 1976- los reprodujeron como leyes de "defensa nacional". En la actualidad, la hostilidad y la xenofobia frente a los miles de bolivianos, peruanos y paraguayos que pueblan -junto con los nuevos desplazados argentinos- los cordones de villas miseria de las grandes ciudades los han convertido en los otros que inundan el mercado de trabajo subalterno y explotado.

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La experiencia británica presenta muchos contrastes. En una primera época, al disolverse la Commonwealth Conference después de la II Guerra Mundial, la entrada de nativos a la islas fue objeto de una política discriminatoria y hasta racista. Poco a poco, la multietnicidad se ha convertido en una característica que cualquier visitante puede constatar en las calles. Del resto, no hace más falta que constatar quiénes son los deportistas que procuran al Reino Unido récords y medallas. Por eso el primer ministro Blair auspicia hasta la pérdida del acento de Oxforf en su propia habla.

Frente a cuanto ocurre con las prácticas policiales, de seguridad y hasta militares en países mediterráneos respecto a los inmigrantes pertenecientes a otros no integrados en la UE y en particular de algunas áreas muy concretas de África, el centro y el sur de América, llama poderosamente la atención que no se tengan en cuenta las experiencias que he tratado de sintetizar. Particularmente cuando, por una parte, la UE intenta poner en marcha una Carta Fundamental de los Derechos Fundamentales de sus ciudadanos, mientras existe una Convención Europea sobre Participación de Extranjeros en la Vida Pública a nivel local (1992), de la cual son signatarios Irlanda, los Países Bajos, Noruega (estos dos ya la han puesto en ejecución), Dinamarca e Italia. Francia posee dos millones de residentes no comunitarios que no pueden votar en elecciones locales, aunque el 5 de mayo pasado la Asamblea aprobó un proyecto de ley (que todavía debe aprobar el Senado) mediante el cual se les admitiría el derecho a votar y a ser elegidos concejales, pero no alcaldes.

En España, el contraste es aún más fuerte. El artículo 6.1 de la Ley Orgánica 3/200 de Extranjería (¿por qué se les seguirá aplicando la etiqueta tan peyorativa de extranjeros a los inmigrantes?) establece que se regulará el derecho de los extranjeros residentes para poder elegir. La regulación está a la espera y, mientras tanto, los extranjeros futbolistas, atletas o empresarios -pro- vengan o no de países europeos- obtienen no sólo la residencia, sino incluso la nacionalidad. Mientras, quienes provienen de las áreas críticas están sometidos a la explotación, y no únicamente de las mafias que se ocupan de hacerlos llegar hasta las costas mediterráneas, sino también de las locales que se enriquecen con esa mano de obra subalterna.

En consecuencia, ¿quién criminaliza?, ¿a quiénes?, ¿por qué? ¿No valdría la pena recuperar la discusión histórica y las experiencias comparadas y poner en marcha, de una vez, unas auténticas políticas de integración, abandonando la hipocresía y los falsos estigmas?

Roberto Bergalli es profesor de Criminología de la Universidad de Barcelona.

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