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Reportaje:

El espejismo de la invulnerabilidad

La muerte del experto escalador Félix Iñurrategi ilustra sobre la extrema fragilidad de los alpinistas

La cordillera del Himalaya es un inmenso cementerio de ilusiones, punto final para alpinistas que asumen su vulnerabilidad como parte del contrato que les une a su pasión. Félix Iñurrategi, uno de los alpinistas españoles más reconocidos de la última década, firmó el pasado viernes su última gesta: cinco horas después de coronar el Gasherbrum II (8.035m)sufrió un accidente y falleció en el acto, de forma brutal, ante la mirada de su hermano Alberto. La noticia conmocionó su localidad natal, Aretxabaleta y, por extensión, el País Vasco, donde la actividad montañera es una suerte de religión que relega lo deportivo para sublimar lo espiritual.Ser alpinista de élite en Euskadi es un privilegio que el peatón observa con admiración. Los hermanos Iñurrategi, con su honestidad y compromiso vital, parecían tocados por un halo de invulnerabilidad que contra toda lógica les preservaba de estadísticas mácabras, de la historia terrible del Himalaya. Sencillamente, su sobriedad, su renuncia a asumir riesgos que su pericia no supiera controlar, parecía haber descartado la tragedia que ahora soporta, principalmente, Alberto Iñurrategi. Era un espejismo. Las posibilidades de desaparecer en cualquiera de los 14 ochomiles del planeta son enormes, tanto que el que acude con asiduidad y lo cuenta adquiere el grado de superviviente. Como Juan Oiarzabal, el primer español y sexto hombre que ha hollado todos los ochomiles. Al referirse a los Iñurrategi, Oiarzabal se empeña en recordar cómo le salvaron la vida en el Kangchenjunga (8.586 m) que hollaron juntos en 1996: "Estoy aquí gracias a ellos". No importa que nadie le pregunte por su experiencia en el Kangchenjunga: Oiarzabal cree honesto repetir que un día su vida estuvo en manos de dos jóvenes hermanos que aparcaron su instinto de supervivencia para salvarle.

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Félix, corazón indómito
El alpinista que no escalaba sin la compañía de su hermano

Una sociedad impecable

Existe un código que algunos alpinistas se niegan a adherir: dice lo no escrito que por encima de 8.000 metros uno debe concentrarse exclusivamente en salvar el pellejo y obviar el altruismo. En nombre de ese código, muchos han abandonado a compañeros o a desconocidos agonizantes hallados en el camino. Félix y Alberto, jamás. Ambos dejaron de tener nombre propio cuando pisaron la cima del Everest en 1992. Tenían, respectivamente, 25 y 23 años de edad, la pareja más joven que escalaba sin ayuda de oxígeno la cima más alta del planeta. Empezaron a reconocerse como los Iñurra, una sociedad que enseguida confirmó su enorme potencial, acumuló ascensiones y apostó por ganarse la vida vendiendo sus experiencias a través de soportes audiovisuales. De golpe, se convirtieron en los primeros profesionales del país, encontraron patrocinadores y acuñaron un lema de apariencia modesto pero cargado de sentido común: "Ir para regresar y contarlo". La frase era una declaración de intenciones y se les admiraba por su buen juicio. Se les creía inmunes a la desgracia.

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