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Plácido Domingo se reafirma en Bayreuth como Sigmundo de 'La walkyria'

La emotiva actuación de Meier como Siglinda dio un impulso vital a la representación

El tenor español Plácido Domingo ha seguido en lo vocal en Bayreuth un camino paralelo al que han hecho sus amigos, los directores de orquesta James Levine, Daniel Barenboim y Giuseppe Sinopoli, es decir, pasar de Parsifal a El anillo del Nibelungo. Domingo fue en Parsifal el protagonista que da título a la obra y ahora en El anillo es Sigmundo, el personaje wagneriano de La walkyria que, probablemente, mejor se adapta en este momento a sus condiciones vocales. Ya lo había cantado con éxito en la Scala de Milán.

Prodigio de sensualidad

El primer acto de La walkyria era esperado con ansia. Por Domingo, por supuesto, y también por la inconmensurable Waltraud Meier, la mejor cantante wagneriana surgida en los últimos tiempos, con sus memorables Kundry e Isolda, por poner dos ejemplos señeros. Domingo y Meier no defraudaron ayer. Es más: pusieron el teatro de la verde colina patas arriba, con el público puesto en pie, después de un impetuoso pateo (la muestra máxima aquí de conformidad). Domingo no es un tenor wagneriano a la vieja usanza. Su fuerza está en la melodía, en la capacidad de comunicación, en su prodigioso registro medio, en su calor tímbrico, en una forma de decir casi latina, mediterránea, cercana. A personajes como el de Sigmundo este tipo de aproximación les va bien. El tenor se presentó además con la voz descansada, fresca, y se vio favorecido por un planteamiento orquestal lírico de Giuseppe Sinopoli al frente de la formidable orquesta del Festival.

Brilló Domingo y brilló, cómo no, Waltraud Meier. La parte central del dúo amoroso de los dos hermanos incestuosos fue un prodigio de sensualidad, de canto puro. En su obsesión por decir bien las consonantes hubo en Domingo algún altibajo en la discontinuidad de la línea musical. La efervescencia, la sutileza, la finura de Meier se encargaban de que no decayese en ningún momento el encantamiento. El bajo Philip Kang cumplió con corrección como Hunding, pero el acto primero era de la pareja Domingo-Meier. El anillo del Nibelungo alcanzaba así su primer momento de alto voltaje en esta edición.Bajó unos cuantos enteros el nivel musical en el segundo acto, sobre todo en sus comienzos por la palidez de Birgit Remmert como Fricka y la contención de Alan Titus como Wotan. Gabriele Schnaut apuntó buenas maneras y detalles de poder.

La salida a escena de Domingo y Meier volvía a dar un impulso vital a la representación. Los dos volvieron a estar como en el primer acto y Domingo tuvo una muerte, vocalmente hablando, llena de grandeza, mientras Meier sacaba su registro más emotivo.

El apartado escénico adquirió protagonismo en el acto más controvertido y complejo hasta el momento. Se acentuó el carácter cómico-grotesco al principio, con una Brunilda revoltosa y con Wotan ejerciendo de gran ejecutivo desde una oficina más bien siniestra, hablando por teléfono, consultando su ordenador portátil. La muerte de Sigmundo alcanzó escénicamente tintes muy evocadores, al ser contemplada desde la perspectiva de Siglinda y después por el tono trágico.

El tercer acto es una prueba de fuego. Contiene uno de los momentos más bellos de todo El anillo: la escena final entre los dos personajes más importantes de la obra, Wotan y Brunilda; y, además, la célebre cabalgata de las walkyrias. Escénicamente, se rozó la vulgaridad; musicalmente, también. Flimm y sus colaboradores creando una atmósfera más discotequera que heroica; Sinopoli, por falta de aliento poético.

Schnaut y Titus cantaron ese momento esencial de la obra con pulcritud pero sin matices. Ella, desde una fortaleza vocal monolítica; él, acentuado desde una distancia que desembocaba en la monotonía.

Se oyeron los primeros pitos para Sinopoli (pocos) y los primeros abucheos para el equipo escénico (bastantes). Esto se empieza a calentar.

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