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No son lo mismo

Con el paso del tiempo, el verano de 1998 se impone como punto de radical inflexión en la política de los partidos nacionalistas. Hasta entonces, los nacionalistas jugaban sus bazas con una mezcla de presión y astucia, de la que habían obtenido el mejor dividendo posible: que, siendo minoritarios en sus territorios, todo el mundo aceptara como un dato natural, casi biológico, su insustituible presencia al frente de sus gobiernos. Por desestimiento de los contrincantes, por el derrotismo implícito en el supuesto de que cualquier otra fórmula sería peor, porque sus diputados eran necesarios para asegurar la mayoría al Gobierno del Estado, lo cierto es que, sobre todo en Euskadi, nunca unos partidos han gobernado tanto con tan estrecho margen de ventaja en las urnas.La seguridad de ser necesarios en Madrid e insustituibles en Vitoria o Barcelona les alentó a cambiar a la brava otro dato no menos real: que, en cuanto a votos en sus respectivos territorios, llevaban varios años empantanados, y que las políticas clientelares, las redes de parientes y amigos en cuyo trenzado tan expertos -y tan invulnerables al escrutinio público- han resultado ser los partidos nacionalistas, no daban más de sí por mucho que se estirasen. Todo el poder dentro, mucho fuera, pero escaso margen de votos: tal era la situación que los partidos nacionalistas pretendieron modificar a su favor en el verano del 98.

Decidieron entonces forzar la marcha con una serie de iniciativas que aún colean: PNV y EA sellaron con ETA un acuerdo secreto que abrió la vía a la formación de un frente nacionalista en la expectativa de arrasar en las elecciones autonómicas del otoño; esa misma coalición firmó con el BNG y CiU una declaración en cuyo texto de trabajo, suscrito por los tres socios, se proponía la superación del actual marco institucional. La Constitución, según dijeron, se había quedado estrecha y sus respectivas naciones no cabían en ella. Jordi Pujol dio por agotado el Estado autonómico y propuso la apertura de un nuevo proceso constituyente.

La ofensiva nacionalista contra la Constitución y contra los estatutos fue parada en seco por las sucesivas convocatorias a las urnas celebradas desde aquel verano. Pujol y la coalición que lidera no se han repuesto todavía del susto; la coalición PNV-EA, por su parte, ha iniciado una lenta y medida retirada estratégica para permitir a su actual dirección salvar la cara sin sacar la consecuencia política exigida por su estrepitoso fracaso. En estas maniobras de salvamento, obligadas por la pérdida de apoyo de cualificados sectores de la sociedad vasca, un estribillo se repite: el PP es el verdadero culpable de que ETA asesine a políticos de los partidos constitucionalistas.

Esta acusación infame hace mella en algunas gentes dispuestas siempre, por aquello del mal menor, a mantener abierta una línea de crédito a quien ha dilapidado tanto capital. PNV y PP, según argumentan, son lo mismo: ambos se habrían enrocado en posiciones extremas, de las que son responsables por igual. Pero se trata de un argumento falaz: en el verano del 98, quien rompió las reglas del juego fue el PNV, no el PP; en la formación del Gobierno de Euskadi, quien articuló un frente nacionalista llamado a provocar lo que ahora el lehendakari lamenta como riesgo de fractura social fue el PNV, no el PP, y hoy, quien se mantiene agarrado a un Gobierno minoritario sin atreverse a disolver el Parlamento y convocar nuevas elecciones es el PNV, no el PP.

El PP lo que dice es que ha llegado la hora de sustituir democráticamente al nacionalismo en el Gobierno de Euskadi. Hay mucho riesgo en esa apuesta, hay inconcebibles torpezas en su defensa, superfluas frases rimbombantes, absurdos chistecillos; pero lo que no hay es deslealtad a la Constitución, pactos secretos con bandas asesinas, propuestas de frentes que fracturen socialmente un país. Y de eso, sin embargo, es de lo que anda sobrada desde el verano de 1998 la política del PNV.

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