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NEUROLOGÍA La epilepsia, una asignatura pendiente

Los ataques epilépticos, que afectan al 10% de la población en algún momento de su vida, pueden ser controlados en un 80% de los casos con fármacos. Los antiepilépticos consiguen, además, prevenir un 60% de las crisis, aunque sus efectos secundarios -somnolencia, irritabilidad o depresión- alteran considerablemente la calidad de vida de las personas epilépticas. El doctor Padró, responsable de la Unidad de Epilepsia del departamento de Neurología del hospital de la Vall d'Hebron, asegura que la ayuda psicológica es necesaria para "tratar mejor" la epilepsia.

La epilepsia es una enfermedad cerebral crónica que afecta a una de cada 200 personas y que puede aparecer motivada por una lesión cerebral o debido a factores genéticos hereditarios. Actualmente, y debido al avance en los últimos 20 años de los medicamentos antiepilépticos, un 60% de los pacientes puede evitar las crisis y llevar una vida completamente normal. Para los que no responden al tratamiento, la solución es la combinación de diferentes fármacos (biterapia o politerapia), que, si bien no consiguen evitar las crisis en todos los casos, las controlan. La cirugía de la epilepsia, que consiste en la extirpación de la zona lesionada, es una práctica muy minoritaria. Sólo se realiza en los casos de lesión cerebral en los que el paciente no responde a ningún tratamiento y en los que la operación no implica riesgos importantes.

El doctor Padró, responsable de la Unidad de Epilepsia del departamento de Neurología del hospital de la Vall d'Hebron, explica que este núcleo de pacientes fármaco-resistentes es el que justifica que continuamente surjan en el mercado nuevos medicamentos que se van perfeccionando. Sin embargo, indica Padró, el problema del tratamiento son los efectos secundarios.

Entre los más frecuentes destacan la somnolencia, la dificultad para mantener la atención, la pérdida de memoria, la irritabilidad, el aumento de peso o la depresión. Padró insiste en que no existe un tratamiento único y generalizado para todos los pacientes, sino que hay que encontrar "los fármacos y la dosis adecuada para cada caso, ya que los efectos secundarios son diferentes en cada persona".

Crítica a la sanidad

Padró considera que la atención a los pacientes epilépticos podría ser "mucho mejor" y critica que "los recursos que la Seguridad Social destina a esta enfermedad no están bien distribuidos". Según Padró, "existe una demanda de mejor calidad de vida por parte de las personas epilépticas y existen suficientes fármacos para encontrar el tratamiento adecuado para cada paciente, pero la Seguridad Social va atrasada en sus responsabilidades". Padró considera que sería necesario un equipo interdisciplinario para tratar a los pacientes epilépticos, en los que, además de un médico, intervinieran un psicólogo que descubriera las alteraciones psicológicas provocadas por la medicación y un asistente social para los problemas laborales y familiares.

Padró asegura que "todo el mundo puede sufrir una crisis de epilepsia en su vida, sin que eso signifique que es epiléptico". Las crisis epilépticas son consecuencia de un exceso del funcionamiento neuronal, que puede manifestarse de varias formas. La combinación de diferentes factores precipitantes, indica Padró, como la falta de sueño, el estrés, el consumo de alcohol, los estímulos luminosos intermitentes o la menstruación en el caso de las mujeres, puede provocar crisis epilépticas aisladas, que en la mayoría de los casos incluyen pérdida de conocimiento y convulsiones. "Si se produce una segunda crisis, sí que hay que estudiar el caso, porque seguramente se trata de una persona epiléptica", aclara.

En las epilepsias hereditarias, sobre todo en la infancia y en la adolescencia, es muy frecuente que la persona sufra ausencias, durante las cuales se queda unos segundos parada, con la mirada fija y sin capacidad de respuesta a los estímulos exteriores. En los adultos, la crisis más conocida es la que se caracteriza por una pérdida de conocimiento, acompañada de desvanecimiento, alteraciones motoras y convulsiones, en las que la persona puede llegar a echar espuma por la boca. El riesgo más importante no es la crisis en sí, explica Padró, que dura apenas unos segundos, sino "las lesiones o accidentes provocados por la pérdida de conocimiento". Una vez recuperada la conciencia, la persona puede pasar horas en un estado de confusión poscrítica, durante el cual se siente desorientada.

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