_
_
_
_
_
Tribuna:CUADERNO DE TEATRO
Tribuna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las tribunas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Yepeto & Inuit MARCOS ORDÓÑEZ

Marcos Ordóñez

1. 'Yepeto' (Sala Beckett). Tema de hoy: el teatro argentino, ese gran desconocido. ¿Por qué, si hablan en nuestro idioma (o casi), si tienen en nómina a algunos de los mejores intérpretes y directores del mundo, y un puñado de dramaturgos que para nosotros los quisiéramos? Misterios de la distancia, o de la pereza. Pasemos cuentas. En 1986, una doble y deslumbrante visita del Teatro San Martín al Romea, con El viejo criado, una de las obras maestras de Roberto Cossa, y Made in Lanús, un vivísimo sainete de Nelly Fernández Tiscornia. Nos visitaron entonces Beto Brandoni, y Leonor Manso, y el Negro Contreras, y el director Omar Grasso; y se nos cayó la baba a todos pidiendo más. En el 89 tuvimos más Cossa y más Grasso: Yepeto, con Ulises Dumont y Darío Grandinetti, en la Villarroel. En los noventa, grandes damas: Cecilia Rosetto, Cipe Lincovski, pero no China Zorrilla ni Norma Aleandro. Últimos noventa: directores jóvenes, Hernán Zavala, Rafael Spregelbud, Gabriela Izcovich (perdón si me dejo alguno). Y el año pasado, en el Mercat, un gran mano a mano: Federico Luppi y Julio Chávez en El vestidor (The dresser), de Ronald Harwood.Poco, me parece a mí, para la gran vitalidad del teatro argentino. Por eso, bienvenidísima sea la propuesta de la Sala Beckett, que este mes presenta dos espectáculos con sello porteño: Un nuevo montaje de Yepeto, con Manuel Carlos Lillo, Pedro Serka y Silvia Fiestas, en cartel hasta el 11 de junio (apresúrense), y del 14 al 25, Faros de color, de Javier Daulte, dirigida por Daulte y Gabriela Izcovich, de la que recordarán aquel Nocturno hindú sobre el texto de Tabucchi, y que aquí hará doblete como actriz. Faros de color se estrenó en Buenos Aires el pasado mes de enero; una producción recientísima. El montaje de Yepeto se presentó, casi por las mismas fechas, en la sala Maria Plans de Terrassa, con dirección de Marc de la Torre, y arrasó: teatro lleno durante dos semanas. Toni Casares, el factótum de la Beckett, vio la función y corrió a ofrecerles su sala; en el tránsito, parece ser que el espectáculo perdió a su director, reclamado por otros compromisos, y los actores y el equipo se plantearon una dirección colectiva, que firman con el nombre de guerra de Luciano Brassi.

Hablemos ahora de Cossa y de Yepeto. Roberto Tito Cossa, que debe de rondar ahora los 70, es el dramaturgo argentino más popular y reconocido, dos aspectos que rara vez caminan juntos. Cossa pertenece a la nueva generación realista de los sesenta, junto con Óscar Viale y los más radicales Griselda Gambaro y Eduardo Pavlovski. Desde que debutó en 1964 con Nuestro fin de semana, la obra en la que, por cierto, se reveló Luppi, Roberto Cossa habrá estrenado unas veinte comedias, entre las que yo destacaría, además de El viejo criado (1980), la famosísima La nona (1977), que protagonizó aquel gran cómico llamado Carlos Carella; la febril Tute cabrero (1981), y la breve y conmovedora Gris de ausencia (1981), uno de los mejores retratos de los exiliados argentinos en España. Yepeto, una pieza escrita en el 87 a la medida de Ulises Dumont (y protagonizada de nuevo por él en la reciente versión cinematográfica de Eduardo Calcagno), no está, para mi gusto, a la altura de estos trabajos, pero sigue teniendo los tres elementos básicos del teatro de Cossa: inteligencia, carpintería y emoción.

Es una pieza que yo recordaba más larga en el montaje de Grasso en la Villarroel, casi dos horas, frente a la hora y veinte minutos del de la Beckett: Creo que gana con esa reducción. Hay también una reducción lingüística, me temo que indispensable para el público español: la castellanización del texto, suprimiendo, lástima, las expresiones en lunfa. Yepeto levanta acta, en siete escenas como siete rounds, del enfrentamiento entre un profesor cincuentón, rastreador de talentos y escritor sin ganas, con más mañas que un gato viejo, y un joven atleta casi analfabeto, con mucho sexo y poco seso, pero que se tira, noche sí y noche también, a la alumna de sus sueños. Es casi la versión agridulce de aquel cuento de Onetti llamado Bienvenido, Bob, pero con más humor, más ternura y una cierta sobredosis de frases brillantes cruzadas con unas cuantas verdades de barquero sobre la literatura, el amor, las mujeres y el misterio. Cossa no nos ahorra los perfiles negativos de ambos personajes: el profesor es marrullero, resentido, y con una misoginia rampante; el joven atleta se parece a Pinocho, no en la napia, sino en su condición de asombroso cacho de madera escasamente moldeable. Pero Yepeto es, por encima de todo, una historia de amor y de educación, literaria y sentimental, y es ahí donde Cossa se apunta sus mejores tantos.

El espectáculo de Grasso, en mi memoria de 11 años atrás, y el montaje de Brassi/De la Torre no pueden ser más distintos. Ulises Dumont era un Yepeto histriónico, arrasador, que se pasaba varios pueblos; Manuel Carlos Lillo juega exactamente en el campo contrario. Su Yepeto, contenidísimo, rabioso, vulnerable, fatigado, más irónico que sarcástico, hace pensar en un curiosísimo cruce entre Onetti y el último Gainsbourg, y pese a algún que otro desliz, muy leve, hacia el estupendismo, me parece a mí el mejor trabajo, la mejor panoplia de los muchos talentos actorales de este actor, un cómico de raza, de los que van quedando pocos. Su partenaire en el mano a mano es un joven actor chileno, Pedro Serka, con una admirable naturalidad escénica servida, lástima, en un tono de voz casi inaudible: el día en que haga la función para el público en vez de para el cuello de su camisa, el espectáculo pegará un subidón. Hay un tercer personaje en escena, o habría que decir mejor entre escenas: la inaprehensible Cecilia, la joven poetisa con un gran talento literario y una marcada predilección por los atletas. He leído en algunas entrevistas que los responsables del montaje de la Beckett habían "incorporado" esa figura femenina, ausente en el original. Y no, no estaba ausente. Estaba fatal, pero no ausente: Lo peor del espectáculo de Grasso eran las cursilísimas apariciones de Cecilia, con una pamela de verla para creerla y rasgando un contrabajo en plan sensible. Aquí se ha optado por un juego similar, igualmente innecesario pero mucho más sobrio y elegante: tras una gasa oscura vemos, en flashes coreografiados por Marta Carrasco, a Silvia Fiestas comenzando un gesto, insinuando una figura, un perfil esquivo, antes de volver a la oscuridad. La escenografía es mínima, esencial: un catre, montones de libros, frascos de medicinas, una mesa, una ginebra, dos vasos. Y la interpretación y el ritmo escénico siguen las pautas de esa esencialidad, en la que no sobra ni falta nada. Salvo proyección vocal.

P. D. Me informan del Grec que está prevista una edición del festival, quizá la del año próximo (este año le toca a Nápoles), con Buenos Aires como ciudad invitada. Para que luego me queje.

2. 'Inuit' (Villarroel). De no haber contado con Álex Angulo y Saturnino García, Xavier Martí y Christian Atanasiu hubieran sido los protagonistas ideales de Mirindas Asesinas, de Álex de la Iglesia. O la pareja perfecta para llevar al teatro las Idées noires de Franquin. Inuit, el espectáculo que presentaron la semana pasada en la Villarroel, lleva un subtítulo explícito: "Humor negro para hombres grises (con mentes en blanco)". Hay un precedente, lejano ya (casi veinte añitos), pero en la misma Villarroel: Aquel feliz Xampú de sang con Ferran Rañé y Al Víctor. Digamos que Inuit vendría a ser un Xampú de sang sin palabras. Y con una notable carga de crueldad física. Inuit, que con dirección de Jordi Vila se presentó en Tárrega hará, creo, dos temporadas, ha recorrido ya media Europa con un montón de funciones (220, concretamente), un par de premios y un puñado de críticas superlativas. Inuit es un espectáculo desigual, con sketches que, para mi gusto, se alargan demasiado, como el primero, un juego de sadismos en grand slalom con un fiambre atropellado y un buen samaritano. O, casi al final del espectáculo, otro número con un tipo que no muere literalmente ni a tiros. Es curiosa esta desigualdad, porque cuando Martí y Atanasiu clavan un sketch, la sucesión de gags y el encadenado de ideas brillantes parecen seguir un teorema matemático. Así, Inuit cuenta con dos escenas memorables, perfectamente estructuradas y medidas: un viaje en metro que no lo mejora Rowan Atkinson, en el que los detonantes del desastre son a) un moco, b) un sobre y c) una peluca (imposible resumirlo aquí: hay que verlo), y el colofón de la noche, que narra el fatídico encuentro entre un camarero psicópata y un cliente aterrado.

Lo que más afecta es lo que sucede más cerca. Para no perderte nada, suscríbete.
Suscríbete

Incluso cuando el ritmo de la función languidece un poco, siempre es un placer ver a este par en acción; siempre hay una mueca perfecta o una observación física acertada, o un gag inesperado.

Y con una habilidad suplementaria: contrapesar la negrura del trazo con un toque de ternura, humana y a la vez antisentimental. Dos buenos, muy buenos clowns.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_