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Neutralizar o neutralizarse JOAN B. CULLA I CLARÀ

La idea estaba en el aire desde el 12 de marzo, pero este mismo diario le dio, en su edición del pasado lunes, carácter explícito y cuasioficial: "José María Aznar se ha trazado como objetivo estratégico de esta legislatura la neutralización política de los nacionalismos, particularmente el vasco y el catalán". Bueno. ¿Qué gobierno español de los últimos 100 años no ha pretendido -dependiendo de su carácter autoritario o parlamentario, y del contexto histórico en el que actuaba- extirpar, reducir, marginar, debilitar, domesticar o neutralizar al nacionalismo catalán? Únicamente aquellos, pocos y breves -lo de las dos últimas legislaturas ha sido una experiencia única, y ya puso en marcha todas las alarmas-, que necesitaron de este nacionalismo para sostenerse. Desde el Maura de 1907 al Felipe González de 1982, todos los gobiernos que en la España del siglo XX ha deseado hacer historia se han propuesto acabar con esa anomalía política que para sus esquemas constituye el catalanismo nacionalista o minimizarla de un modo u otro. Está claro que José María Aznar quiere hacer historia, y resultan obvios sus orígenes ideológicos. Así, pues, que entre los sueños más placenteros de su segundo mandato se halle ver derrotados y expulsados del poder a Convergència i Unió y al PNV sólo puede sorprender a aquellos para cuyas anteojeras CiU y el PP son, sin contradicción alguna, una sola y misma cosa, "la derecha".No, lo verdaderamente reseñable del nuevo escenario político no es que, desde lo alto de sus 183 escaños, Aznar acaricie la finlandización -utilizo ese término de la guerra fría, hoy en desuso- del nacionalismo catalán. Lo novedoso es que, entre los cuadros políticos de éste, cundan el acomplejamiento, la inseguridad, el miedo al futuro. Subrayo la referencia a los cuadros porque creo que se trata de un fenómeno mucho más acusado en los peldaños superiores que en las bases de CiU. En parte lo provocan -y es natural que así sea- las incógnitas del pospujolismo. Pero, a ratos, lo alimentan también el oportunismo y una visión alicorta que parece concebir la coalición como una mera gestoría de intereses empresariales.

Es indudable que Convergència i Unió se encuentra hoy ante la coyuntura más complicada desde 1980. En su ámbito propio, el Parlamento de Cataluña, se halla cautiva de votos ajenos, y confrontada a una alternativa verosímil como ninguna desde que entró en vigor el Estatut. En Madrid, una derecha conversa acaba de estrenar su primera mayoría absoluta de la transición acá, mayoría que constituye una amenaza más temible que las del PSOE, porque el PP contempla a CiU como una competidora socioelectoral directa y ambiciona crecer en Cataluña a expensas del conglomerado pujolista.

A la vista de todo ello y de los últimos nombramientos ministeriales, no parece probable que los convergentes puedan seguir pretendiendo, si alguna vez la tuvieron, la representación exclusiva del empresariado catalán. Es una gran lástima, pero no constituye forzosamente la antesala de la hecatombe. Según se desprende de los recientes sondeos del Centro de Investigaciones Sociológicas que EL PAÍS resumió hace tres días, toda una legislatura de efecto Piqué no ha impedido que los catalanes sigan considerando al Partido Popular fronterizo con la extrema derecha y atribuyéndole un españolismo contumaz, razones por las cuales sienten hacia él un rechazo elevadísimo (del 66%). ¿Bastarán otras dosis de Piqué y el brillante perfil técnico de Anna Birulés para alterar de modo sustancial estas percepciones durante el próximo cuatrienio? Cabe dudarlo.

Como quiera que sea, hay una cosa segura: para Convergència y para Unió, el mejor modo de hacer frente a la competencia del PP no es pareciéndose al PP, sino diferenciándose de él. Si la rivalidad se dirime en el blando terreno del "centrismo de gestión" y ante un público eminentemente empresarial, la victoria está cantada: entre un centrismo gestor pertrechado de BOE, Ministerio de Hacienda, Agencia Tributaria y asiento en el Consejo de Ministros europeo, y otro centrismo gestor inerme a causa de una financiación expoliadora y lastrado por una deuda billonaria, ¿cuál va a prevalecer?

La fuerza que gobierna Cataluña desde hace 20 años sólo subsistirá a medio plazo si es capaz de reafirmar, actualizándolo, su nacionalismo; tan interclasista, polisémico y pragmático como sea posible, pero nacionalismo. ¿Qué otra cosa, si no, le ha dado hasta hoy un plus de legitimidad decisivo a lo largo de seis elecciones seguidas? ¿Qué otra cosa, si no, cimenta la identidad de la propia Convergència Democràtica y hace creíbles sus demandas de pacto fiscal o de mayor autogobierno? ¿Qué otra cosa, si no, le ha de permitir en los próximos tiempos desmarcarse de un Partido Popular con el viento en popa? Desde luego, no serán ni la política laboral, ni la agrícola, ni la exterior. Serán asuntos de índole cultural, identitaria y simbólica, como lo fueron en la legislatura pasada la reforma de las humanidades o el abortado decreto sobre el himno nacional español.

Cuando un José María Aznar reelecto y pletórico se propone neutralizar al nacionalismo catalán de aquí al 2004, no hace más que ejercer, tal vez con un punto de arrogancia, su papel. Lo chocante es que haya nacionalistas dispuestos a neutralizarse a sí mismos y a buscar la salvación en un desarme unilateral suicida.

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