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Los ojos del árbol de la vida

JOSÉ LUIS MERINO

Un día como ayer, diez años atrás, moría el escultor guipuzcoano Remigio Mendiburu. Morían con él treinta años de aventuras estéticas en el campo de la escultura. Había nacido en Hondarribia (Guipúzcoa) en 1931. Su primera exposición data de 1962. A partir de entonces intervino en cuarenta exposiciones colectivas y en una veintena de exposiciones individuales. Es autor de varias esculturas públicas. Formó parte del grupo Gaur, junto a Oteiza, Chillida, Basterretxea, Balerdi, Sistiaga, Amable Arias y Zumeta.

Había trabajado con diversos materiales, como mármol, hierro, alabastro, plomo, bronce, poliester, acero y piedra. Sin embargo, Remigio Mendiburu es por antonomasia el escultor de la madera. Sus ojos siempre estuvieron pendientes del bosque.

Mendiburu trabajaba la madera amoldándose a las formas orgánicas que el árbol le proporcionaba. Seguía atento el curso de sus formas orgánicas, en tanto iba modificando aquí y allá cuando creía necesario intervenir. Esas modificaciones de orden estético alteraban los ritmos orgánicos naturales del árbol, pero teniendo mucho cuidado en no dañarlos. De ahí que en sus esculturas de madera se viva una suerte de inacabamiento. Esto hacía que la naturaleza estuviera latiendo constantemente en sus creaciones, obligándoles a los espectadores a anteponer lo imaginado a lo que se ve. Nadie mejor que Brancusi, escultor al que Mendiburu admiraba, para expresar con precisión aquello que bullía en el interior del artista guipuzcoano: lo real no es la forma externa sino la esencia de las cosas. Algo parecido lo había señalado otro escultor de relieve, como es Henry Moore, al asegurar que una obra debe tener una vitalidad propia, una energía encerrada, independiente del objeto que pueda representar. En el caso de Mendiburu, esa vitalidad propia no sólo es independiente del objeto que representa, sino que es independiente, asimismo, de los contenidos estéticos. Esa es la razón esencial por la que el escultor de Hondarribia volcó todo su interés en seguir atento a las formas orgánicas que el árbol lleva dentro desde que nace y se muestra a la vida.

Esto que decimos del nacimiento y la vida del árbol no es algo gratuito. Estaba arraigado en el pensamiento de Mendiburu. Me lo dijo muy convencido en uno de los muchos encuentros que tuve con él a lo largo de los años: "El árbol es lo más parecido al ser humano". En cuanto a su actitud frente a sus obras, lo explicaba sin ambages, convencido de lo que quería: "Yo me muevo por necesidades. No me muevo por conceptos. Es más, si un concepto me estorba, lo dejo, porque la necesidad vital es muy superior para mí a lo que en un determinado momento he podido plantearme racionalmente. Creo que el arte nos puede llevar a sitios erróneos, pero válidos, a sitios fabulosos, extraordinarios, cosa que a priori nunca nos llevarán los conceptos".

Es posible que sorprenda la abundancia de estilos y el carácter heterogéneo que se dan cita en el conjunto de sus obras. Es opuesto a lo que sucede con la mayoría de los escultores, en quienes percibimos un canon, nexo o hilo conductor que recorre a lo largo de sus trabajos. Quiere decirse que en cada escultura suele haber una variante permanente de la ejecutada con anterioridad. No pasa eso en muchas de las obras de Mendiburu, dado que entre ellas se verifica una radical mutación. No hay canon ni nexo ni hilo conductor que valgan. El único nexo es el autor, no las esculturas en tanto creaciones. Atisbamos aquí el componente poético que nimba el aura de sus mejores esculturas, con el aval de Novalis, al recordar que nada llega a ser más poético que las mutaciones y las mezclas heterogéneas.

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