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La capilla del obispo.

El barrio está reconstruido, mejor dicho, adecentado y bastante bien. Calles empedradas, enlosadas, muchas prohibidas al tráfico rodado. Nombres de pura raigambre madrileña: calles del Cordón, del Codo, costanillas de San Pedro y San Andrés, la Angosta de los Mancebos y la plaza de la Paja, un cerro en cuya cima se alza la Capilla del Obispo. Abundan por la zona iglesias, conventos, oratorios levantados con la esplendidez de los siglos católicos. Ésta debe andar entre los siglos XVI y XVIII; varias generaciones de vecinos han pasado ante sus puertas clausuradas, durante más de treinta años. Quizá se abrieron para alguna representación de autos sacros. No es una pieza arquitectónica singular y la desidia o falta de medios arzobispales la tiene apartada y fuera de culto. A uno se le ocurre que estos patrimonios podrían enjugar algunos déficit, sin necesidad de encarar el atentado que se pretende con el claustro de los Jerónimos. No se trata de entidades equivalentes, sino de la disponibilidad de algo -en las inmediaciones del Prado- que parece una confabulación entre la testarudez y la codicia.En la plaza está el palacio de los Vargas, los señores que acogieron al labriego San Isidro. No es el mismo de aquellos siglos, pero se ha restaurado con gusto e inteligencia. Alberga un ente oficioso y no desmerece de la mole eclesiástica vecina, como son armónicas las casas y el entorno urbano. Durante unas semanas, la Capilla acoge una singular exposición: las 101 fotografías que el artista Robert Hupka hizo -entre otros miles- del grupo escultórico de Miguel Ángel, La Pietá, que todo visitante de la Capilla Sixtina ha visto y admirado. Hace 28 años un maníaco la emprendió a martillazos con el mármol y la restauración ha sido facilitada por ese trabajo, milagrosamente previo.

La idea de la muestra es feliz. En casi completa penumbra, aliviada por la claridad que filtran los vitrales, las fotografías, en transparencia, iluminadas desde atrás, recogen todos los ángulos posibles. El Cristo rubio, sobre el que ha pasado la pincelada de la muerte; la Madonna, con aire no sólo virginal, sino apenas adolescente, mantiene en el regazo los restos exangües del hijo. Aunque, quizá sean figuraciones, pero bajo la piel marmórea se destacan unas venas, lo que parece poco coherente, aunque cinceladas por un genio. Desde arriba, abajo, de frente, en escorzo, el monumento tiene todas las dimensiones posibles. Parece que, salvo Miguel Ángel, nadie ha estado tan cerca y tan interesado como el perseverante fotógrafo. Entrecerrando los ojos parece una exhibición de radiografías, en blanco y negro, que no otros tonos precisa La Piedad. El amplio recinto abovedado enseña un retablo, estofado en oro, donde la Historia Sagrada se ofrece sin el menor concierto cronológico. También en la parte central, hay una representación del supino dolor materno, otra Dolorosa con Cristo en brazos, sin comparación con la que estamos viendo.

Queremos recabar, a la salida, información, no sólo de la muestra, que es abundante, variada y de distintos precios, pero allí no hay noticias, salvo del acontecimiento. Podríamos ir al Obispado, para ampliar datos sobre la historia del edificio, pues in situ nada hemos conseguido, salvo esa impresión duradera de los mil y un tesoros que esconde esta ciudad nuestra, ante los que pasamos desprovistos de curiosidad. La exposición, cuya entrada es gratuita, está abierta hasta el 29 de abril.

Nos deslumbra la luz del mediodía y a tientas bajamos los escalones de piedra que llevan hasta la plaza de la Paja. Quizás por estos andurriales circulaban los personajes de aquellas inolvidables -y olvidadas- novelas de capa y espada de Ortega y Frías, y Fernández y González -que hoy resucita Pérez Reverte-. Habría que venir por la noche para imaginar el escenario nauseabundo, peligroso y mal iluminado de los siglos de Oro, el retumbar de los cascos, el rápido paso de una litera, con una dama o un monseñor arrellanado, el soldado ebrio, el vagabundo ladrón. Llegamos a la plaza de la Villa, el palacio de los Lujanes y la torre donde no hemos visto aquella recordación, poco diplomática, de que en ella estuvo encerrado el rey Francisco I de Francia. Uno está ya para esas ensoñaciones, que no perjudican a nadie, ni siquiera a nosotros mismos.

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