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Un mundo asombroso.

En sólo dos días, al conocerse el 3 de abril el veredicto del juez Jackson declarando a Microsoft culpable de prácticas monopolísticas, el valor en Bolsa de la compañía se desplomó en más de un 16%, lo que debe andar cerca de los 16 billones de pesetas. (Esto nos recuerda que el valor de Microsoft en Bolsa, antes del comienzo del desastre, superaba el PIB del Reino de España, lo que quizá es sólo una curiosidad estadística, pero sin duda resulta notable). Esta caída, junto con la extendida sospecha de que los valores tecnológicos estaban seriamente sobrevalorados, aceleró el retroceso del índice Nasdaq y arrastró después al Dow Jones y a las bolsas de otros países.En España se evaporaron las ganancias de Telefónica en el primer trimestre, pese al denodado esfuerzo de los directivos incentivados con opciones sobre acciones, algunos de los cuales, por cierto, ya habían abandonado la compañía tras cobrar las sustanciosas cantidades destinadas a fidelizarles. Todos estos hechos causan asombro, por superar los cálculos habituales en los presupuestos familiares, pero llaman además la atención sobre los mecanismos que rigen en la llamada nueva economía. ¿Qué provocó la caída de las acciones de Microsoft? Antes se suponía que el valor de las acciones dependía de los resultados de la compañía, pero ahora es evidente que el mecanismo es otro.

Se supone que los accionistas han anticipado el impacto de la sentencia del juez Jackson sobre los resultados de la compañía, pero esa anticipación resulta un tanto excesiva: se partía de que la sentencia aplicable a Microsoft sólo sería firme en dos o más años. Incluso ahora, que existe un acuerdo para llegar a una sentencia rápida, se habla de ocho o más meses. Parece evidente que en ese tiempo pueden aún suceder muchas cosas y que la caída inicial de las acciones de Microsoft puede revelarse como muy exagerada. Es más, si aceptamos la opinión de la revista The Economist, que siempre ha mantenido en su línea editorial la conveniencia de dividir Microsoft en tres divisiones independientes, con esta medida aumentarían su capacidad de innovación y su rentabilidad.

El problema, por supuesto, es que los inversores no anticipan la evolución futura de los resultados de la empresa, sino la evolución inmediata del valor de las acciones. Lo que les preocupa es que va a haber ventas de acciones de Microsoft y que el que venda el último pierde más que el que venda en el primer momento. Luego todos se precipitan a vender y todos pierden, incluso los que no venden. A esto es a lo que solemos llamar un pánico colectivo, y lo más notable es que puede traducirse, lógicamente, en una caída en los resultados de Microsoft, con lo que tendríamos una profecía autocumplida, y con algo de indulgencia se podría sostener que los inversores han vendido porque han anticipado la caída en los resultados que se produciría si todos vendían sus acciones. ¿No es fantástico?

Ésta es la consecuencia más notable de que los inversores razonen sobre expectativas, pero no sobre los resultados de la empresa, sino sobre el valor de sus acciones: la lógica de estas segundas expectativas se ha venido desligando crecientemente de las primeras, de las propias de la economía real. De tal desvinculación tuvimos un ejemplo espectacular con la liquidación del Tiger Fund, especializado en invertir en empresas claramente infravaloradas dentro de la vieja economía, y que no ha podido soportar las pérdidas acumuladas por la fiebre de los valores tecnológicos. La corrección que pueda introducir en los mercados la caída del Nasdaq ya no llegará a tiempo de salvar a este fondo, aunque pueda hacer más justicia a las compañías cuyas acciones causaron su ruina.

En su recensión del último libro de Joaquín Estefanía, Manuel Castells subraya que la autonomía de las expectativas de segundo orden puede inducir un círculo virtuoso, ya que una superior capitalización -un fuerte crecimiento del valor en Bolsa de una compañía- permite las inversiones necesarias para aumentar la innovación y la competitividad, que se traducirán a su vez en alta rentabilidad. Sin duda, pero el peligro de círculos viciosos es también evidente. Es lástima que a George Soros se le reconozca más habilidad como especulador que altura como teórico, porque ha venido señalando un peligro evidente de la dinámica de la nueva economía: en un mercado regido ante todo por expectativas -y no por resultados reales-, no tiene sentido hablar de precios de equilibrio. Por tanto, las bolsas, y en particular los valores tecnológicos, corren un peligro cada vez mayor de oscilar entre los ataques de euforia y los de pánico, con serios daños en ambos casos para la economía real.

Se podría pensar que estos riesgos, sin embargo, sólo afectan a quienes tienen sus ahorros en Bolsa, directamente o a través de algún fondo de inversión. Pues no. De la dinámica del mercado norteamericano depende la marcha de muchas otras economías, incluyendo la europea, y el comportamiento de los consumidores en Estados Unidos está muy vinculado a la marcha de la Bolsa. Un buen crash puede disipar el efecto riqueza que lleva a los consumidores a endeudarse contando con el aumento del valor de sus inversiones en Bolsa y provocar así una crisis de demanda y un serio frenazo de la economía, en Estados Unidos y en Europa.

Alan Greenspan, el sutil inventor de la expresión exuberancia irracional para describir la enloquecida subida de las bolsas en años pasados, ha mostrado hasta ahora una envidiable capacidad para evitar que las cosas fueran a mayores. ¿Alguien se imagina lo que habría pasado con Duisenberg en la Reserva Federal? El encomiable esfuerzo de Yashushi Mieno por acabar con la burbuja especulativa japonesa, desde 1989, tuvo posteriormente efectos más que negativos para la economía de aquel país. ¿Se puede seguir contando siempre con la providencia, encarnada o no en Greenspan, para evitar un pánico de consecuencias irreversibles? Y, sin embargo, hay quienes se quejan de que vivimos en un mundo demasiado previsible.

Ludolfo Paramio es profesor de investigación en la unidad de Políticas Comparadas del CSIC.

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