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EXPERIMENTO DE PAZ EN COLOMBIA

Regreso a Cacarica

2.500 campesinos expulsados por los paramilitares hace tres años vuelven a sus tierras tras un acuerdo con el Gobierno.

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Los campesinos juran ser fieles a la paz

"Volver es duro, arriesgado; miedo tiene uno, pero la tierra es la forma de nosotros existir. Vamos a ver si podemos subsistir en la guerra", dice cabizbajo Magnolio, un hombre moreno de 35 años. Mientras habla, la barcaza de madera en la que viaja con un puñado de hombres, mujeres y niños de regreso a sus tierras en el Chocó avanza por el caudaloso río Atrato, un río por el que se mueven con total impunidad los paramilitares."Ojalá los armados respeten nuestra decisión y nos dejen vivir y trabajar en paz", dice luego sin dejar de mirar al fondo de la embarcación, que lleva el nombre del pueblo que van a construir y al que bautizaron como Esperanza en Dios. Al lado navega el Nueva Vida, nombre del otro asentamiento que levantarán en las 103.000 hectáreas que les concedió el Gobierno como tierras colectivas. En el acuerdo alcanzado, el Gobierno se compromete a reparar los daños sufridos, a brindar protección no armada y a apoyar el desarrollo.

"La guerra nos puso a pensar y la única manera de defendernos es viviendo en comunidad; juntos tenemos más fuerza y más futuro", confiesa Marco, un campesino que, de cultivar yuca y cazar animales silvestres con escopeta y perro pasó a ser líder de este proceso. "Decimos que somos comunidades dignas, que podemos reclamar derechos a ver si de pronto algún día se hace justicia", dice con voz firme Marco. "Al mes de llegar a Turbo, cuando no teníamos ni qué comer, nos quedamos como vacíos y nos preguntamos: ¿Y ahora qué hacer? Y salió la idea de solidarizarnos. Nombramos seis coordinadores, nos reunimos por grupos y cuando vimos que el 95% de la gente quería retornar a pesar de la guerra, empezó a surgir el pliego; lo que nos ha llevado a construir esto es la violencia", concluye. Justicia y Paz, una ONG de las comunidades religiosas, les ha acompañado permanentemente.

Tres años de humillación

Mientras el Esperanza en Dios navega río arriba, Magnolio tiene sentimientos encontrados: piensa en la tierra abandonada durante tres años -"como no estaba administrada, eso se perdió"-; en sus cinco hijos que dejó estudiando en Turbo, el puerto bananero de una provincia ajena, Antioquia, y enclave urbano paramilitar, donde vivió refugiado: "Tres años de sufrimiento, sin trabajo, humillados, amenazados, desesperados por no estar en lo propio". Unos vivieron en el polideportivo, otros en albergues. Unos y otros sólo tenían el espacio de una cama para dormir con toda la familia y amontonar sus pocas pertenencias.

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Al lado de Magnolio viajó una mujer de mirada triste, con su hijo de apenas un año. Jugando con los cinco dedos de la mano derecha del niño, ella repitió, en voz alta, las cinco palabras que, entre todos, definieron como claves para vivir en una zona donde "deambulan los actores armados": "Solidaridad, verdad, libertad, justicia y fraternidad". Fue un viaje lleno de silencios que se alargó más de la cuenta cuando cuatro embarcaciones, pirañas artilladas de la Marina, se unieron a la caravana del retorno. Después de varias gestiones, los delegados de la comisión de verificación, que viajaban en lanchas rápidas, lograron que se cumpliera lo pactado dos días antes en la base militar de Apartadó: allí, en una reunión en la que se sentaron generales y patriarcas de la comunidad quedó claro "que no se quería acompañamiento armado de ninguna especie" .

Cuando la barcaza volteó hacia la derecha y el paisaje quedó cerrado por la serranía del Darién, la misma que bloquea el paso a Panamá y que une el Atlántico con el Pacífico, hubo momentos de alegría, de cantos que hablaban del retorno. A Maine, una mujer joven de cara ancha, de un momento a otro se le aguaron los ojos : "Me recuerdo tantas cosas", confesó y se agachó sobre la baranda para llorar en silencio. Todos sabían que pensaba en su marido, de quien no volvió a saber "nunca más nada" desde cuando se atrevió a regresar a buscar "algunas cosas" en la casa que tuvo que abandonar.

A las cinco y media de la tarde, hora en que llegan las nubes de zancudos, las barcazas -dos de pasajeros y dos de carga- llegaron a La Tapa, cruce de los caños Perancho y Peranchito. Hace tres años, un 27 de febrero, la Tapa fue punto de encuentro en medio de la huida. "Aquí había un poco de gente y estaban también los paramilitares. Llenos de miedo buscábamos en qué arrastrarnos hasta el Atrato, en troncos, en pangas".

Dos vallas colgadas de los árboles les daban la bienvenida a los dos nuevos "territorios de vida". Era imposible seguir por agua pues los caños, únicos caminos en esas regiones, están obstruidos por una enmarañada red de helechos y juncos que los taponan. La canalización de siete kilómetros de caños está dentro de los compromisos asumidos por el Gobierno e incumplidos. A pesar de ello, no se aplazó el retorno, pues los cultivos sembrados en octubre por un grupo de avanzada ya se pueden cosechar. "Estamos aislados. En una emergencia, ¿por dónde salimos de afán?", se preguntan con preocupación unos a otros mientras avanzan por un camino de dos horas lleno de trampas y fangales.

Nostalgia por lo perdido

En Esperanza en Dios, Isolina, una de las pocas que vivía allí cuando la aldea se llamaba Villa Nueva del Limón, madrugó al día siguiente a recorrer el caserío: "Qué tristeza da ver todo esto", dice y cuenta con nostalgia que el pueblo era muy lindo, con tres tiendas y un bailadero y rodeado de un potrero lleno de vacas. Hoy sólo quedan las ruinas de unas nueve casas. "En ese quiosco", señala unos escombros de madera quemados, "reuníamos la junta de acción comunal; ahí también nos juntaron los paras el día que nos obligaron a salir". Sus huellas perduran: "Muerte a guerrilleros y sapos Autodefensas Unidas de Colombia".

El miedo que los acompañó durante el viaje de retorno se fue desdibujando. Después de tres años de hacinamiento, el aire libre les cambió el ánimo. "Allá vivía rabiosa; ya me siento liviana de ánimo; aquí el agua es viva, no de grifo; se tiene leña a la hora que uno quiere; a la hora que uno va a pescar, ahí está el pescado. Aquí se vive a cuenta tuya: no hay que esperar a que te den", reflexiona Emilse.

En el otro asentamiento, Vida Nueva, al lado de los restos de una iglesia y una escuela -"la soledad los tumbó"- hay dos barracas de madera que servirán de campamento a los pioneros. "El que es de campo no pega en ciudad", comenta Jesús Jaramillo, miembro del comité de patriarcas y matriarcas. "Nosotros los viejos somos los ojos para mirar y observar lo que no esté de acuerdo con la razón o no convenga para denunciarlas a la instancia de coordinación", dice.

Con un palo pintó en la tierra el croquis de lo que será el pueblo: dos calles principales, 206 casas, escuela, puesto de salud, acueducto rudimentario, planta eléctrica, que será pequeña por la dificultad de llevar el combustible, parque, salones comunales... Todo en madera y teja de zinc. En Esperanza en Dios, en las l0 hectáreas de casco urbano, habrá 208 casas.

El trabajo será colectivo. Cada uno hará parte de un combo: de pesca, de siembra de arroz, de plátano, de yuca, de transporte, de construcción de vivienda, de aserrío, de cocina... Ya hay 20 hectáreas de maíz seco listas para cosechar, la yuca está a punto de limpieza y hay seis hectáreas de plátano para recoger. Los productos se repartirán equitativamente de acuerdo al número de personas de cada familia.

A las 4 de la tarde, luego de un día de brega tratando de izar una antena al extremo de una caña, al lado de lo que fue el puesto de salud de Villa Nueva del Limón, salió al aire Ondas del Cacarica. "Estamos felices; estamos en nuestro territorio con aire puro y donde nadie nos debe humillar", dijo Luz Mary, con su voz joven de líder. Diez kilómetros más allá, en Vida Nueva la escucharon.

En tres meses ingresará otro grupo de retornados. Se espera que a finales del año estén los 2.500, incluidos los que escaparon por Panamá y hoy están refugiados en una finca en la costa Pacífica colombiana. En el próximo viaje irá Mirna Luz, viuda con ocho hijos. "Miedo sí tengo; el enemigo ataca, pero allá está la tierra y la comunidad me va a ayudar; tengo mucho niño", cuenta mientras fuma con ansiedad. La hija mayor tiene 12 años y, como su madre, de apenas 28 años, no ha logrado borrar el espanto de su cara desde el día en que los paras mataron a su papá. ¿Quieres volver?, le preguntó este periódico a la niña. "Si", responde ella sin levantar la cabeza. "Allá tenía casa, gallinas, frutas y... nuestro papá, que nos quería mucho". Esconde la cara entre los brazos y se echa sobre la cama, embutida en un cuarto de dos por tres metros, el único espacio que tienen para vivir desde que son desplazados en un albergue de Turbo.

El recuerdo de las víctimas

Desde un comienzo, cuando la mayoría votó por el retorno a su tierra del Chocó, una zona estratégica en la frontera con Panamá, 86 familias levantaron la voz para pedir reubicación. "No queremos volver allá", dicen. Son en su mayoría esposas, madres y hermanas de las 70 víctimas que tiene la comunidad entre asesinados y desaparecidos. "No voy a retornar; sin él, sería duro, me haría daño", dice Alicia. A su marido fueron a buscarlo al polideportivo convertido en albergue, en diciembre de 1997, 10 meses después de llegar desterrados. "Le dijeron que lo iban a llevar a una oficina a quitarle el miedo; lo amarraron, lo montaron a un carro. Eran las cuatro de la tarde; a las cinco lo mataron", cuenta esta viuda. "Me duele que mis hijos no digan 'papá' nunca más", dice.Una anciana hermosa con su pelo corto recogido con hebillas y moños, erguida, con su blusa blanca remendada y su falda negra impecables y una cartera pequeña y añosa como ella, confiesa: "No resisto volver; de sólo pensarlo me da como que me quiero morir". Ella vivía sobre el Atrato en un pueblo en el que un día entraban los paras y se llevaban dos o tres hombres. Al día siguiente entraba la guerrilla y se llevaba a dos y tres personas; los unos les decían que tenían que salir, los otros los amenazaban si se iban. Ella no sabe aún quién mató a su hijo de 28 años.

Los que no quieren regresar se unieron en grupo y lo bautizaron con el nombre de Clamores. Su lucha es por un lote de tierra en Turbo, donde están refugiados, para situarse definitivamente, y por proyectos de pesca y tiendas que les dé para sobrevivir. La memoria de las víctimas la mantienen viva sus familiares. Sobre una tela roja pegaron fotos y flores de papel alrededor de una cartulina donde se lee "nuestros mártires". Este altar lo mantienen en un rincón del polideportivo de Turbo. La reparación moral del acuerdo firmado con el Gobierno incluye investigaciones sobre los responsables del desplazamiento, asesinatos y desapariciones, y tres monumentos. "Recogerán la historia del río Atrato; el silencio de tantos muertos que hay ahí, para que no queden en la impunidad", dice Marco. Hoy, la tierra del Chocó está asediada por voraces empresas madereras y es la primera alternativa para la construcción de un nuevo canal interoceánico.

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