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Cartas con sabor a muerte

Retazos de papeles clandestinos garabateados por reclusos a los que sólo les quedaba esperar el pelotón de fusilamiento salieron de las cárceles de Franco utilizando las más curiosas estratagemas. Estas cartas componen un auténtico abecedario del dolor en el que estallan los sentimientos dirigidos a los seres queridos. En esta "literatura del último adiós" se mezclan enardecidas declaraciones de amor, de resignación, de desesperación, de entereza o de rabia. Los historiadores Josep Benet, director del Centro de Historia Contemporánea de Cataluña, y Josep Clara, profesor de Historia de la Universidad de Girona, han iniciado la ardua tarea de recopilar los últimos escritos que los condenados a muerte de Cataluña dirigieron a sus familiares y amigos durante la inmediata posguerra. El objetivo de los historiadores es componer un volumen de "últimas cartas" similar a los que han aparecido en las historiografías de Francia o Italia. Uno de los más conocidos es el de las cartas de los fusilados de la resistencia europea, prologado por el escritor Thomas Mann.Los historiadores confían en poder trazar un vivo retrato sociológico de la represión franquista mezclando las cartas de fusilados ilustres, como los políticos Lluís Companys, Manuel Carrasco i Formiguera y el escritor Carles Rahola, junto con fusilados anónimos que ahora podrán ser recordados por sus escritos. Cada escrito, ya sea un escueto párrafo o un texto de mayor entidad, será encabezado por una breve nota biográfica de su autor. El Centro de Historia Contemporánea de Cataluña y el departamento de Historia de la Universidad de Girona han hecho un llamamiento a los familiares y amigos de condenados que conserven este tipo de correspondencia y hasta ahora han conseguido reunir más de una veintena de cartas. El objetivo es sobrepasar el medio centenar.

Algunos de estos escritos, como el del maestro Bernardí Lite, que finalmente escapó a ser fusilado, describen con crudeza el trato recibido por los condenados a muerte: "El médico, que se reía bajo la nariz, y el capellán, que lo imitaba -ese cura era un Torquemada-: los dos ofrecían sus servicios corporales y espirituales, ya que tenían la crueldad instalada en el cuerpo". Más adelante el recluso admite que "los ojos lacrimosos del director de la prisión era la única nota humana" y revela que éste debía "hincharse de tranquilizantes" para comunicar las sentencias de muerte. Junto a las cartas desesperadas y amargas aparecen a menudo ejemplos de firmeza y fidelidad a unos ideales. Un joven militante del POUM escribe: "Voy tranquilo camino del sacrificio, recordando los caídos y los que quedan por caer, convencido de que nuestro sacrificio no será estéril". Junto a la firma garabatea un "Viva el Poum". Un joven agricultor de 23 años apela a su fe católica y, después de mostrarse convencido de su fin: "Deberé caer sin remedio", deja su destino en manos "de la divina voluntad del Altísimo". Su testimonio resulta especialmente patético, puesto que revela que su arraigada fe le supuso problemas antes de la guerra y su lucha al lado los republicanos le condujo después a ser ejecutado por el otro bando.

Josep Clara explica que la represión franquista se cebó especialmente con la población campesina, cosa que explica que muchos condenados a muerte fueran gentes poco instruidas, con la consabida dificultad a la hora de expresarse por carta.

En la mayoría de las cárceles de la posguerra las visitas estaban prohibidas y sólo se permitía una postal a la semana, que debía escribirse en castellano y era diligentemente censurada. El colchón que la familia del reo debía llevar a la cárcel constituía a menudo la vía de salida de sus mensajes. No es infrecuente que después del fusilamiento del condenado, la familia hallara ocultas en el interior del colchón las cartas escritas durante todo el cautiverio.

Las asas de las ollas de la comida que diariamente se llevaba a los presos o los pliegues de las ropas para lavar constituían otra de las vías de comunicación con la familia. A menudo, también los sacerdotes que asistían al condenado en sus últimas voluntades se dignaban entregar su última letra.

Los primeros fusilamientos de la posguerra se llevaban a cabo a los siete u ocho días de que el consejo de guerra dictase la condena, una vez que ésta había sido aprobada por un auditor y había sido despachada por el general Franco. La mayoría de las cartas recopiladas hasta ahora fueron escritas en la recta final de esta angustiosa espera. Este lapso de tiempo se fue ampliando posteriormente y en algunos casos llegó a superar los cuatro meses. La resolución final se comunicaba al preso la víspera de su fusilamiento y con las primeras luces del alba era conducido ante el pelotón de ejecución.

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