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LA CRÓNICA Relaciones interplanetarias IMMA MONSÓ

Es casi un tópico lo de cargarse las obligaciones familiares propias de estas fechas en plan negatifo y no deseo ser negatifa. ¡No! Pero como tiendo a la negatifidad, para mostrarme objetiva no hablaré de mi familia ni de las familias de mis amigos íntimos (pues cabría objetar que Dios cría a los negatifos y ellos se juntan), tan sólo intentaré plasmar a través de comentarios de conocidos, vecinos, desconocidos en la cola de la juguetería y del supermercado, lo que por ahí he podido recabar acerca de la percepción de los familiares rituales navideños que tienen los miembros que se reúnen con otros miembros por la sencilla razón de que ninguno de los miembros se atreve a ser el primero en ponerse borde y largarse a Tonga. He aquí a los sufridos y esforzados miembros anfitriones que realizan ingentes tareas de hostelería para 8 personas, 14 o 40. Y a los no menos sufridos miembros invitados que acuden presurosos en densas y peligrosas caravanas cargados de cachivaches, tras el cansancio de las largas y agotadoras jornadas de compras y de trabajo de los días anteriores al 25-D.Exactamente, ¿para qué? Para reunirse con el cuñado de Júpiter, las sobrinas de Saturno y el hermano marciano. Distintas costumbres, distintos hábitos, distintos intereses, distintos temas de conversación, distinto sentido del humor. Distintos planetas, qué digo planetas, otras estrellas, otras galaxias (¿qué me dices de tus primas de Andrómeda y de tu sobrino de Orión?).

Durante un tiempo anduve tan absorta en la idea de la transmigración de las almas que hasta escribí una historia en la que alguien encontraba un vino que le permitía trasladarse al interior de otro. Nada especial, al fin y al cabo, una obsesión característica de escritor. Con el tiempo llegué a pensar que, después de todo, no debemos de ser tan distintos. No es casual que por estas fechas cambie de nuevo de opinión y me acometa mi antiguo deseo de penetrar en otras mentes al ver como aterrizan en el mismo lugar miembros procedentes de lejanas estrellas para reunirse con otros miembros que a priori sólo tienen en común el por sí solo nada vinculante vínculo de la sangre. La situación suele superarse con más o menos donaire. A falta de verdaderos temas de conversación, se comparten alimentos y vino, menos mal. Se comparte algún recuerdo. O no se comparte, porque tu hermano marciano no tiene ni la menor idea de lo que le estás hablando. Luego están las familias grandes y ruidosas donde no hace falta hablar de nada, basta con comer y beber. Esto es precisamente lo que hace que estas familias desprendan un intenso calor de hogar: al ser de todo punto imposible hablar de algo, sólo se realizan conatos de conversación entre gritos e interrupciones, de modo que siempre cabe pensar que, de haber podido comunicarse se habrían comunicado. No sucede lo mismo en otras familias más reducidas o silenciosas, donde la procedencia cósmica de los miembros se evidencia sin posibilidad de camuflaje. A éstas sólo las salvan los niños. Diríase que han sido inventados exclusivamente para servir de aliviadero en esas fiestas: focalizan esas miradas que no saben muy bien dónde posarse, concentran esa energía que acaso pudiera acabar en tragedia en más de una ocasión, suavizan conversaciones peligrosas, provocan hilaridad con sus monerías hasta a los miembros más circunspectos. Son un chollo.

En estas fechas siento más que nunca la necesidad de conseguir el vino mágico para meterme en la piel de esos seres a quienes mucho quieres y nada comprendes. A veces se trata de miembros cuya trayectoría has seguido aproximadamente desde su más tierna infancia y te preguntas ¿dónde se me ha escapado algo?, ¿en qué punto? Y deseo más que nunca saber si somos tan iguales, saber si somos tan distintos. Sin embargo, pese a las serias dificultades para conectar de veras con esos seres, seguiremos debatiéndonos entre la ternura que sentimos por ellos (familia al fin) y el horror a la vacuidad inanes, o demasiado tensas, o demasiado soporíferas, o demasiado ruidosas, y hasta nos quedará, pues de lo contrario no repartiríamos año tras año, un recuerdo positivo, pese a todo lo negativo, que por otra parte es precioso.

Y volveremos a darle al polvorón.

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