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La última victoria de Ceausescu

Las cosas están tan mal en Rumania que, diez años después de la caída del dictador, él es el líder más valorado

Berna González Harbour

ENVIADA ESPECIALVarios diputados polacos sufrieron hace unos días una aparatosa caída en Bucarest: el ascensor que les elevaba en el mastodóntico edificio de la Asamblea, aquel palacio de mármol creado por Nicolae Ceausescu mientras recortaba las raciones de embutido, cayó abruptamente al vacío sin que se activara ningún freno. Los parlamentarios tardaron en sobreponerse al tremendo susto, que les dejó unas buenas contusiones, aunque ninguna baja. "¡Menos mal que no era una delegación de la OTAN!", bromeaba al día siguiente un diario local.

Así es. Rumania intenta bruñirse y relucir en cuanto llega una delegación de Occidente, sea la OTAN, Brigitte Bardott o el FMI. Pero en el fondo, nadie puede ocultar que las epidemias crecen, las fábricas y minas cierran, los cerebros huyen y la miseria está campando a sus anchas en el Estado más pobre y menos desarrollado de Europa del Este. Algunas pensiones son iguales a la factura mensual de calefacción.

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No es que todos los ascensores oficiales se estén cayendo en Rumania, pero la verdad es que, 10 años después de la revolución, las cosas están tan mal que el líder más valorado es Nicolae Ceausescu, según un sondeo reciente de la Fundación Soros.

"Con él teníamos asegurado el trabajo, no sabíamos lo que era el crimen y el partido tenía controladas a las minorías húngara y gitana. Entonces ésos no tenían derecho a reivindicar", cuenta Stefan, mecánico de coches. "Si te casabas te daban un piso; ahora, nada", dice el joven guardia urbano Marian, de 28 años. "Todos teníamos dinero", rememora un trabajador de Ploiesti cargado de nostalgia.

Y es que Rumania no ha conseguido aún abordar una reforma seria hacia el capitalismo. El producto nacional bruto sigue cayendo; la tímida inversión extranjera no sólo no aumenta, sino que disminuyó el año pasado ante las interminables trabas burocráticas; la inflación ronda el 50%; decenas de minas y grandes empresas públicas cierran. Cientos de miles de trabajadores se están quedando en el paro.

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En el campo, por ejemplo, que todavía emplea al 40% de la población, se ha dado una situación paradójica que envenena la economía: el Gobierno ha devuelto las tierras confiscadas por Ceausescu a cinco millones de campesinos, pero nunca en lotes de más de dos hectáreas. "¿Quién se compra un tractor para dos hectáreas?", se pregunta el vicealcalde de Balotesti, una aldea cercana a Bucarest. "Intentamos crear asociaciones para que explotaran juntos la tierra y se opusieron. La desconfianza en el prójimo es total". Por ello, los campesinos trabajan para tener sus patatas, su oveja, sus tomates, y a dormir. No hay explotaciones destinadas a los demás.

Dobrin Iamandica, de 65 años, es una de las pocas que ha conseguido reconstruir la casa que Ceausescu derribó en su afán de aniquilar el campo e industrializar el país. Los campesinos de 8.000 aldeas veían caer en los ochenta sus bellas casas de pueblo, de una armónica arquitectura tradicional, y en su lugar crecer como hongos dantescos bloques de apartamentos grises y sin calefacción. El hogar levantado por Dobrin y su marido, más que una casa, es una fortaleza de muros altos, pésima construcción barata para guarecerse de un exterior hostil: un paisaje de perros salvajes, de boquetes en lo que un día fue asfalto, de barro a granel, de basuras desperdigadas y de hogueras humeantes en una aldea que antes fue hermosa.

"A mí Ceausescu me obligó a dejar el campo y trabajar en una fábrica textil después de derribar mi casa", recuerda esta mujer. Para ella, sin duda, el fin del régimen es bueno, ya que recuperó su propiedad, pero tiene muy claro que ya sólo cultiva para sí.

Ella, al menos, ha podido regresar al campo y sobrevivir. Otra historia cuentan los dos millones de trabajadores que cubrían los empleos ficticios creados por Ceausescu en la industria, y que cargan a su espalda el peso de la reforma. La fábrica Electromagnetica, por ejemplo, ha tenido que reducir su plantilla de 7.000 a 2.600 empleados si quería sobrevivir. "Nadie nos enseñó cómo había que hacerlo, no leímos ningún manual de capitalismo, pero vimos las cuentas y estaba claro", cuenta Eugen Scheusan, el director.

Para todos ellos, la libertad existe. Para unos, la mayoría, es un bien preciado que hoy les permite emigrar, informarse, conocer el mundo aunque sólo sea a través de Internet. Una bocanada de derechos que aún aspiran como una droga benigna. Para otros, los perjudicados, es un bien evitable. El mecánico Stefan, gran nostálgico, resume así lo bueno de la libertad: "Me gusta la libertad de televisión. Antes sólo teníamos dos horas de programación, y ahora vemos todas las series americanas, todos los canales. Eso está bien".

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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

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