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Túneles

LUIS MANUEL RUIZ

Recuerdo que, de pequeño, yo pensaba -o sentía- que las ciudades con metro poseían una especie de encanto subterráneo que las hacía más ciudades, más auténticas, adultas, más profundas que aquellas otras ciudades que, como la mía, no guardaban en sus entrañas más que galerías de cloacas y los oxidados intestinos de la electricidad y el agua. Por entonces la única ciudad colosal que yo conocía era Madrid, un albañal de edificios neoclásicos y estatuas casi griegas que troceaban a tramos grandes avenidas congestionadas: seguramente por el hecho de regresar cada diciembre, en mi imaginación la Puerta del Sol y la Plaza Mayor eran perpetuos decorados navideños, cortinas de bombillas y abetos parpadeantes que conducían, después de un breve paseo, a una boca de metro. Y era prodigioso descender la escalinata hacia las profundidades, extraviarse en el aire sofocante de los túneles mientras gente con demasiada prisa impactaba contra mis hombros: yo miraba los carteles de las líneas, estudiaba el mapa de las estaciones sin entender nada, abstraído en ese calamar multicolor que se repartía sobre la geografía de un lugar que no conocía. Y cuando veía llegar el tren desde las fauces de los túneles pensaba -sentía- que regresaba de algún lugar remoto y oculto, de algún infierno lleno de toboganes y luces donde debía retirarse a dormir después de su serpenteo diario.

Años después, el metro de París despertaría en mí esa antigua fascinación por los viajes subterráneos: en París el metro era todo un barrio enterrado, un urbanismo de pasillos oscuros y avenidas abovedadas surcadas por los nombres, tan aromáticos, de pintores y literatos cuyo rastro había seguido desde mucho tiempo atrás en las enciclopedias de casa. El metro parisino era el reino escondido de la literatura; lugar fantástico ocupado por saxofonistas y titiriteros, que recorrían sin cesar, desde mi memoria deslumbrada, los protagonistas de Cortázar, cimientos cavernarios de toda la enorme arquitectura de los bulevares y museos, academias y pirámides de cristal que visitaban los turistas al prosaico amparo del aire libre.

Que vuelva a hablarse de montar un metro en Sevilla, aunque lo proclame el mismísimo Rojas-Marcos, no puede dejar de provocarme una nostálgica ilusión: no por la futura resolución de los problemas de tráfico que asolan el centro, no por la rapidez ni por la eficiencia de un sistema de transporte que hace mucho ya que debería de haberse instalado en una ciudad que cuenta con nuestro número de habitantes, cuando otras más escasas gozan desde hace tiempo de sus ventajas. Deseo el metro egoístamente, para poder pasearme bajo la tierra y espiar a las desconocidas en los transbordos, para entretenerme con los enormes rostros de los carteles, para vigilar los rostros reflejados en los cristales de los vagones. Porque aquí en Sevilla la construcción del metro parece calcada de un argumento kafkiano: acontecimiento que nunca se realiza, un confuso intento que quedó en plazas perforadas y empalizadas grises en enclaves donde antes lucían estatuas. Y el tren parece no regresar de su periplo infernal, remontando el tobogán de las vías con las luces abiertas sobre los túneles negros.

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