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Tribuna
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Legalidad y legitimidad

Leo el artículo de Martínez Sospedra La inversión de las mayorías y no puedo resistir la decisión de contestarlo. Tengo dos razones. Primera, porque su cualificación como jurista puede inducir al lector a considerar ciencia indiscutible lo que defiende. Segundo, porque cabe registrar una línea sutil de parcialidad política en su comentario.El centro del artículo insiste en el abismo entre legitimidad democrática y legalidad. La primera daría a Maragall la victoria; la segunda a Pujol. Además, si uno lee de forma descuidada el artículo de Sospedra, puede quedarse con la sensación de que esa diferencia entre legitimidad y legalidad sólo existe en Cataluña o en España. Así, se podría inducir a la opinión pública a suponer entre nosotros una especie de bancarrota democrática.

En realidad, las cosas no son así. La tensión entre legitimidad y legalidad es la vida misma de nuestras sociedades. Esta tensión, como todas las que afectan nuestra vida, se rige por la estructura del grado. Cuando es muy intensa, sitúa al sistema ante retos de transformación del derecho. Cuando es más ligera, produce una zona borrosa en la que se concentra la deliberación y la formación de la opinión.

La ley electoral es un caso más, aunque importante, de esta tensión. En el caso de Cataluña, es una tensión asumible porque el número de votos de diferencia entre Pujol y Maragall no es de tal grado que convierta la representación política en una desfiguración de la base electoral. Cierta dislocación entre esta base y el número de escaños es endémica a cualquier sistema, y sobre todo al mayoritario. Entre el PP y ERC hay treinta mil votos de diferencia y tienen los mismos escaños. Nadie se ha rasgado las vestiduras por eso. Lo que hace llamativa la ligera desproporción en el caso de Pujol y Maragall es que, si el resultado en escaños fuese reflejo absoluto de su base electoral, quizás sería suficiente para formar un gobierno con otra mayoría. Esta es una impresión falsa. Si los veinte mil votos de diferencia valieran un escaño, también lo valdría los treinta mil del PP con respecto a su seguidor, y todas las cuentas tendrían que hacerse de nuevo.

El punto de cruz de todo esto es el siguiente: no existe ningún sistema electoral que refleje de forma simétrica un electorado. En política sucede como en teología: a Dios lo veremos cara a cara en el más allá, y mientras debemos verlo como en un espejo. Lo mismo pasa con el pueblo. La falta de igualdad de peso de cada voto no infringe los principios democráticos, sin embargo. Por eso, nada permite concluir, como hace Sospedra, que no hay sufragio universal. Ambas cosas siguen existiendo, sólo que relativas a las unidades electorales. Lo que no hay es un distrito único electoral y, por tanto, no existe una medida absoluta o única de igualdad del peso político del voto.

Los estados democráticos, sobre todo los de corte federal, prefieren introducir estas tensiones porque saben que un Estado es algo más que la reunión aquí y ahora de ciudadanos. El Estado es también un orden territorial, y así como debe garantizar la reversibilidad de mayorías y minorías, debe garantizar la disponibilidad del territorio a ser habitado por el hombre. Por eso, tierras con menos hombres son tenidas en cuenta por el Estado, dotando a esos votos de un peso político un poco mayor en relación con otros distritos.

De llevar el argumento de Sospedra un poco más lejos, nos obligaría a la tesis de que el único sistema que respeta la legitimidad democrática es el plebiscitario presidencialista. Ahí se da un sufragio universal de distrito único, libre, igual, directo y secreto. Los que han defendido este sistema, sin embargo, no lo han hecho porque sea un mejor espejo de "un hombre, un voto", sino por posibilitar un poder decisivo. En este sentido, el presidencialismo no es una tradición liberal. En todo caso, estas cuestiones no se pueden juzgar aisladas, sino en el seno de los sistemas políticos completos. La legitimidad depende de estos equilibrios globales, y no de una valoración circunstancial, como la que Sospedra ha llevado a cabo.

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Por último, cabe apreciar un flujo de simpatía en su argumento hacia Maragall. Aquí la argumentación de Sospedra es más bien paradójica. En efecto, Pujol aspiró a identificarse con Cataluña. Poco ganaríamos si ahora pretendiera esa identidad Maragall, con argumentos plebiscitarios. La propuesta de ERC tampoco está inspirada en su tradición liberal -dudo que ERC participe de esta tradición, como dudo que el nacionalismo hoy sea compatible con el liberalismo-. Ambas posiciones, empero, están determinadas a partes iguales por las elecciones de marzo y por la batalla que ha de entablarse sobre el post-pujolismo.

José Luis Villacañas es director general del Libro.

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