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La banalidad de Haider

¿Están ya las hordas asediando los muros de la ciudadela? ¿Representa el relativo triunfo electoral de Jörg Haider, líder del partido oficial de la extrema derecha en Austria, la más temida de las reapariciones políticas? Escasamente, aunque no por ello el fenómeno sea menos grave.Cuando desaparece la Unión Soviética, hace menos de 10 años, el mapa político comienza a experimentar convulsiones tectónicas de las que aún no hemos visto el final. El segmento más clásico de la izquierda, el comunismo soviético, pierde gran parte del atractivo que hubiera podido tener en Occidente; es como si al cuerpo político le amputaran el brazo izquierdo con diversos y profundos efectos.

El primero, quizá, es el de que todo lo que no estaba permitido por mor del mantenimiento de la disciplina ante el enemigo sale a la superficie en busca de una respetabilidad, que si le va a ser difícil obtener de la mayor parte de los medios de comunicación, una parte del público no parece igual de dispuesto a regatearle.

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El segundo es el de que en el abanico político que resta tras aquella amputación se han dibujado nuevos surcos, han aparecido nuevos compartimientos para la acción pública, con los que las fuerzas políticas pretenden tallarse el mayor grado de distinción posible, en el campo menos extenso posible, aquel en el que el modelo de sociedad es básicamente el mismo para todos -elecciones, libertades públicas, partidos-, a diferencia de lo que ocurría en los tiempos de la presunta amenaza soviética.

La extrema derecha trata de dejar de ser extrema en cuanto a su posición en la tabla del pluralismo político, sin que por ello abandone su objetivo básico, cada día más integrador y menos anatematizable para una parte de la audiencia: metecos, fuera; fortaleza Europa; pateras al fondo del Estrecho, y la nación para sus nacionales. Si el nazismo era la banalización del mal, que dijo Hannah Arendt, los nuevos xenófobos son la putrefacción de lo banal.

La pequeña historia persistirá en que el Frente Nacional se situó en el mapa electoral de Francia gracias a la ley de proporcionalidad que, brevemente, el presidente Mitterrand puso en vigor en los años ochenta, pero sin la convulsión pos-soviética no habría habido aritmética suficiente para sostenerlo; Gian Franco Fini -que, sin embargo, ha sido bastante convincente en hacer de una derecha extrema un extremo de la derecha- no habría hallado en Italia un público acogedor y a punto para su operación-respetabilidad, de no haber desaparecido previamente la democracia cristiana en el tumulto de la explosión comunista; y ahora Haider poda cuidadosamente los mayores excesos del pasado porque se acerca peligrosamente al poder, pero siempre preservando lo esencial: ¡Viva Cromañón!, que dibujó una vez El Roto.

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¿Y España? El abrazo de Aznar ha sido geométricamente contrario al de Fini; mientras el italiano acarreaba a su partido a zonas que en Francia, por ejemplo, hoy serían propias de un gaullismo conservador, el español ha acarreado con su partido una potencial extrema derecha, que hoy sólo se encabrita cuando le enseñan fotos de Arzalluz.

Aunque todo será ver qué pasa si un día España tiene un 12,5% de inmigrantes como Austria, o más de un 5% como Alemania y Francia.

Por todo ello, el fenómeno Haider es tan inevitable y vulgar como el tiempo en que vivimos, aunque no menos inquietante. Los bárbaros no aparecen súbitamente en el horizonte, ni asedian la ciudadela, como los tártaros de Levi, sino que han estado siempre viviendo entre nosotros. Sólo que ahora pronto dejarán de ser los más radicales de los radicales, no sólo porque a la vista del poder cambien de modales, sino porque el fenómeno de reproducción en la extremidad que aún conserva el cuerpo político occidental no ha hecho más que comenzar.

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