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Tribuna:LAS COMUNIDADES AUTÓNOMAS
Tribuna
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Reforma del Senado o consenso: el futuro puede ser a la italiana.

Como en otros momentos constituyentes, también en el de 1978 la experiencia de otros países sirvió de pauta para establecer los grandes patrones de la nueva democracia que surgía en España. Se quería un sistema de partidos fuertes y gobiernos estables, que la alternancia se produjese como resultado de la consulta electoral y no por efecto de combinaciones en las Cámaras parlamentarias. Decisiones como constitucionalizar un sistema electoral muy favorable a que los partidos quedasen a resguardo de riesgos de fragmentación o la exigencia de que la censura al Gobierno obligase a la presentación de un candidato alternativo fueron tomadas prefiriendo claramente como modelo el de la estable Alemania, lo que llevaba implícita la determinación de evitar un sistema de partidos numerosos, divididos, y de gobiernos débiles y poco duraderos como el italiano. Sin embargo, en lo que respecta a la descentralización territorial, el modelo italiano se impuso al alemán. El difícil consenso en esta materia hizo imposible una fórmula federal que hubiese dejado estipulado en la misma Constitución tanto el mapa autonómico como la distribución de poderes entre el Gobierno y los gobiernos territoriales. En vez de la arquitectura alemana se prefirió la inspiración italiana. Si bien la forma estatal quedaba clara al definirse que la soberanía era indivisible y que residía en los ciudadanos, el modelo quedaba abierto. Es probable que algunos constituyentes pensasen que aquí el proceso de descentralización iba a ser tan lento y limitado como en Italia. Pero no ha sido así: nuestra descentralización es superior en muchos aspectos a la alemana, y, además, sigue abierta.

Puede que merezca la pena preguntarse si Italia no avanzó en la descentralización porque tenía un sistema de partidos muy complejo y con cierta propensión a bloquear grandes reformas. No es muy exagerado afirmar que en España, por el contrario, la rápida e intensa descentralización se vio favorecida por su sistema de partidos. UCD y el PSOE pactaron en 1981 un programa de desarrollo autonómico que culminarían las mayorías socialistas, de modo que en 1983 toda España estaba organizada en comunidades autónomas, con gobiernos parlamentarios y no meras mancomunidades de provincias. En 1987 se inició un proceso para igualar las competencias de todos los gobiernos autónomos, encauzado gracias a los pactos entre el PP y el Gobierno socialista en 1992.

También merece la pena preguntarse si lo que sucedió después -es decir, la ruptura del consenso entre los partidos de ámbito nacional- no ha producido la imprevista situación de que el sistema de partidos empieza a bordear cierta italianización. Es muy sugerente poner en relación un hecho y el otro. Tres años después de que el Gobierno de José María Aznar fuese investido con los votos de los nacionalistas y también con los votos de los regionalistas, con los que llevaba tiempo coligado, el escenario ha cambiado abruptamente después de las elecciones regionales de junio pasado. Los nacionalistas vascos, llevados de su malestar con el partido gobernante, han dejado voluntariamente de pertenecer al grupo de la democracia cristiana en el Parlamento Europeo, síntoma de que sus sentimientos nacionalistas predominan sobre un ideario con el que durante más de sesenta años colaboraron en la empresa común de construir la democracia aquí y en Europa. Probablemente, el recuerdo de lo que le sucedió al CDS de Adolfo Suárez cuando se integró en el Gobierno de Castilla y León, siendo Aznar su presidente, explique la reversión de alianzas que han protagonizado partidos regionalistas con los que el PP había acordado gobiernos e incluso listas electorales conjuntas. Los nacionalistas catalanes y canarios mantienen su apoyo al Gobierno. Pero han subordinado al PP allí donde gobiernan. El secretario general de Convergència parece haber resumido bien que con el PP el interés de sus acuerdos no pasa por tener en común algún proyecto político: "El PP no tiene capacidad de diálogo ni centralidad". Tres años después, lo que parecía la reedición de la CEDA o del pacto entre moderados y foralistas del siglo pasado no ha dado mucho de sí, salvo que la derecha política española tiene un problema de ideas y de orientación política.

Vistos los acontecimientos desde la perspectiva de hoy, no es aventurado afirmar que el PP no entendió lo que significó el acto que Felipe González protagonizó en Barcelona unos días después de que perdiese las elecciones de marzo de 1996, cuando se pronunció abiertamente a favor de que Aznar pudiese pactar con la coalición de Jordi Pujol. Una interpretación aviesa de la intención de sus palabras pudo llevar a los dirigentes del PP a pensar que aquello era una sofisticada venganza del líder socialista ante un Aznar obligado a entenderse con quienes hasta entonces habían sido acusados de ser un riesgo para la unidad nacional por apoyar al Gobierno socialista minoritario. Pero había una dimensión en la actuación de González que no fue atendida, y que tampoco lo ha sido a lo largo de la legislatura cada vez que un portavoz socialista ha pedido al Gobierno restablecer el consenso en los asuntos autonómicos. La última, cuando la ejecutiva socialista ha reiterado esa petición después de las últimas elecciones.

El consenso entre los dos partidos capaces de alternarse en el Gobierno es necesario, porque cuando falta no es posible definir (ni gobernar) un modelo autonómico que está abierto y a disposición de la voluntad política. Pero la voluntad política, se ha comprobado, no está sólo al alcance de los partidos grandes, sino al alcance de culquier partido que con sus votos condicione la elección de un Gobierno o la aprobación de sus presupuestos, o, en su faceta inmoral, se haga con el necesario voto de un diputado tránsfuga. Por tanto, este asunto del consenso interesa también a los partidos nacionalistas. La italianización del sistema de partidos políticos debilita las bases sobre las cuales la Constitución de 1978 diferenció, al asumir como una herencia democrática, la particularidad del autogobierno de Cataluña, Euskadi y Galicia que la IIRepública había reconocido. Cuando el PP ha ofrecido a pequeños partidos regionales cosas como dinero o el título de nacionalidad para su comunidad, estaba incurriendo en el tipo de prácticas que han hundido el sistema político italiano. Si además es cierto que ofreció en Baleares a los pequeños partidos con los que quería gobernar nada menos que un juez, estamos ante el vívido retrato de lo que Leonardo Sciascia denunció como propio de la partitocracia italiana.

Objetivamente, el balance de los acuerdos del Gobierno con los distintos partidos con los que ha pactado es decepcionante. El concierto vasco no ha servido para integrar mejor a los nacionlistas vascos, sencillamente porque el Gobierno necesitaba que pasase inadvertido. Ha sido un ejemplo inolvidable para todos aquellos que también aspiran a obtener subrepticiamente una ventajosa financiación para su comunidad a cambio de votar una vez el Presupuesto del Estado. La financiación sanitaria, además de premiar a quienes se habían endeudado a costa de quienes habían sido austeros gestores sanitarios, se ha enredado en un conflicto que pone en evidencia la falta de rigor de sus premisas. Como no es cierto que se pueda financiar con ahorro en medicamentos, el Gobierno se ha enajenado la confianza de los empresarios farmacéuticos innovadores. Una vez más, aquellos laboratorios que hacen investigación y son por eso competitivos tendrán que pagar para evitar que pierdan dinero aquellos que no lo son, y todo a cuenta de que el Gobierno sucesivamente tiene que improvisar mecanismos para proveer de dinero a los gobiernos territoriales de sus aliados y partidarios para cubrir las insuficiencias del sistema general de financiación. Presentado como algo definitivo que, tras 14 años de gobiernos socialistas, se había logrado en 14 días, hoy ya no tiene futuro, porque la flaqueante capacidad del impuesto de la renta en que se basaba para obtener ingresos ha sido enmascarada gracias a aportaciones complementarias de dinero del tesoro público que lucirán en forma de déficit cuando finalice el quinquenio de su vigencia. Cuando en julio se hicieron públicos los datos del primer año de vigencia de ese sistema, a pesar de que tanto Pujol como Zaplana piden un sistema nuevo, el Gobierno siguió poniendo todos los impedimentos a un acuerdo con el PSOE. En vez de intentarlo, su partido se lanzó a una irreflexiva campaña en Andalucía, excitando a la población andaluza a que castigue a la Junta de Chaves por no haber conseguido más dinero. Será también un ejemplo inolvidable.

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Por ese camino, el riesgo de que surjan partidos regionales por doquier y de que los partidos nacionales evolucionen hacia una confederación de adalides regionales es real. Puede que ante ese horizonte, alguno piense en que el remedio será un cambio en las leyes electorales. Los que avanzan merced a la inconsciencia de sus actos hacia una italianización del sistema de partidos deberían preguntar al menos por qué en Italia las reformas electorales han sido insuficientes para devolver al Parlamento y al Gobierno la credibilidad y la capacidad de emprender las reformas que la sociedad les reclamaba. Un Estado compuesto como el nuestro podría funcionar sin consenso si existiera una Cámara donde se institucionalizasen las relaciones entre las autonomías con el Gobieno, aunque en la mayor parte de los casos prevaleciesen los disensos. Pero la reforma del Senado se ha itlianizado también. Hace más de un año, en vísperas de la declaración de Barcelona, y unos meses antes de la de Lizarra, los presidentes autonómicos del PP acudieron a la ponencia que estudia en el Senado su reforma constitucional alarmados ante algo que no se había producido en absoluto. La ponencia no había estudiado cómo tratar hechos diferenciales, pero bastó que un ponente nacionalista y otro socialista coincidiesen en una declaración periodística en reconocer que Euskadi, Cataluña y Galicia tienen una posicion constitucional singular para que solemnemente todos los presidentes advirtiesen a los ponentes senatoriales de que en todas partes se dan hechos diferenciales. Cuando la duda de la discriminación planea en el ambiente autonómico, todos se proclaman diferentes para poder ser tratados como iguales. Y para abanderarse electoralmente, también. El efecto de aquellas inoportunas comparencias no fue otro que cerrar la ponencia.

Pero no por eso las comunidades autónomas han dejado de ser sujetos políticos de primera magnitud. Todas ellas quieren participar en las tareas estatales que efectúan las Cámaras parlamentarias. Desean participar en la conformación del Gobierno, en su control, en la enmienda de leyes, en la distribución de los fondos presupuestarios y en la elección de las magistraturas que realizan las Cámaras. En quiebra el consenso, bloqueada la reforma del Senado, lo que está ocurriendo es que el Congreso de los Diputados aparece como la Cámara de representación territorial, sólo que al alcance exclusivamente de aquellas comunidades autónomas gobernadas por partidos que apoyan al Gobierno. Después de las últimas elecciones autonómicas, la carrera por no quedarse atrás se ha iniciado. En el futuro, los ejemplos inolvidables moverán muchas cosas. Cuando el consenso funcionaba, a veces se decía que este país era eficaz como Alemania.

Juan José Laborda Martín es portavoz socialista en el Senado.

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