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Hipocresías ecológicas IGNASI RIERA

La sostenibilidad: si hubiese un premio para vocablos emergentes, con éxito de uso y buena prensa, el de sostenibilidad alcanzaría honores de podium. Y como suele suceder con los términos que circulan entre éxitos y polémicas, pierde veneno a velocidad inversamente proporcional a su aceptación social. Si la sostenibilidad era un término de referencia para todo tipo de denuncias contra abusos ecológicos, hoy soban el término incluso autoridades y altos cargos de los gobiernos contra quienes la oposición lanzó el dardo de la sostenibilidad. Sostenibilidad o crecimiento sostenible se oponía a abuso, a descontrol, a despilfarro, a lujo ofensivo. En el ámbito de lo público y en el de lo privado. La base teórica del discurso de la sostenibilidad nos recordaba que vivimos sobre un volcán: si todos los habitantes de la tierra gastaran fuentes de energía al ritmo de los del llamado "primer mundo", nos quedaría electricidad para cinco años. Un veterano del mundo de la producción energética, Pere Duran Farell -cuya muerte ha permitido el homenaje siempre pendiente, aunque por desgracia a título póstumo-, nos lo recordaba con solemnidad poco habitual en él. El dispendio energético del mundo rico contrasta con los déficit del mundo pobre. Y aunque ahora no esté de moda hablar de pobres, no estaría mal que recordáramos que los abismos son cada vez más escandalosos, en un mundo entre desiguales. Toni Farrés, durante 20 años alcalde de Sabadell, insistía en el valor de la austeridad como virtud pública. A quienes nos invitaban a vivir un día sin coches les oí hablar también del exceso que nos convertía en secuestrados de ciudades en las que pronto sería difícil vivir, sin riesgos exagerados para la salud. Totalmente de acuerdo con el valor de la sostenibilidad, convertida en bandera de nuevas solidaridades básicas: se nos exige ahorrar para poder compartir y para poder ayudar a quienes tratan de salir del subdesarrollo, a pesar de la losa de una pobreza estructural y de una deuda externa que imposibilita cualquier gesto a favor de la liberación colectiva. Las paradojas son, sin embargo, de mucho calibre. Por ejemplo, en el tema de los coches. Coinciden los analistas en una obviedad: somos demasiados los usuarios habituales del coche, incluso en el interior de la ciudad. Lo cual no es óbice para que las ayudas oficiales salven factorías que inunden de más coches el mercado. Más aún: nuestra competitividad depende en gran medida del éxito de la industria automovilística. Añado, a modo de retruécano, una subconsideración: nos obsesiona que crezca el número de accidentes de jóvenes que conducen motos a velocidades excesivas. ¡Ah! Pero nuestro primer héroe nacional es Àlex Crivillé, espejo para muchos jóvenes que devoran revistas sobre el mundo del motor. ¿Queda compensada tanta fascinación con la reproducción de poemas en el interior de los transportes públicos? Hay otras campañas que me parecen poco serias: lucha a muerte contra los sprays porque agujerean la capa de ozono. ¿Quién nos informa sobre la capacidad taladradora de tal capa gracias a un simple vuelo de puente aéreo? ¿Más pistas en los aeropuertos? -el turismo nos volverá a salvar de la pobreza- pero, eso sí, eliminación de unos sprays que también contaminan, pero mucho menos? En su política, Convergència i Unió alardea ahora de sensibilidad ecológica porque creó la primera consejería de Medio Ambiente. Pero no dice que es una de

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